Lady Macbeth

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El empoderamiento femenino

Francamente Lady Macbeth (2016) resulta toda una sorpresa ya que a pesar de que se trata de una película basada en una novela corta de 1865 del escritor ruso Nikolái Leskov que en esencia retoma muchos de los elementos de la famosa tragedia shakesperiana, el film consigue despegarse con inteligencia de su sustrato de base y redondear una propuesta retórica con personalidad propia y una energía de lo más inusitada que se juega de lleno por el influjo amoral de la narración para dejar de lado en buena medida todos los detalles de antaño relacionados con la culpa de los personajes: dicho de otro modo, la trama cambia sutilmente el eje de la obra británica, reemplazando la ambición en el seno de las cúpulas dirigentes por una especie de emancipación por parte de la protagonista principal, y de paso nos ahorra toda la escalada de corrupción subsiguiente para concentrar sus esfuerzos en un retrato minimalista de los efectos de nuestras decisiones y la valentía para llevarlas a cabo.

En esta ocasión no tenemos un barón escocés que recibe la profecía de que un día será rey cortesía de un aquelarre aunque sí el asesinato posterior del monarca del momento y el ascenso al trono, todo de manera trastocada y un tanto tangencial. Estamos en la Inglaterra rural de 1865 y el núcleo de la acción es una señorita reconvertida en señora, Katherine (Florence Pugh), quien -palabras más, palabras menos- fue “comprada” por Boris Lester (Christopher Fairbank), el acaudalado dueño de una finca, para que la chica se case con su hijo Alexander (Paul Hilton), el cual dobla en edad a Katherine, y le dé un heredero. El proyecto pronto se viene abajo porque Alexander no está interesado en la joven y a lo sumo la utiliza para masturbarse desde lejos, lo que intensifica el ninguneo y maltrato típicos que padecían las mujeres en la Europa del Siglo XIX, consideradas “cosas” al servicio de los hombres y sin ningún atisbo de autonomía, ni siquiera puertas adentro del caserón de turno.

Un día la protagonista encuentra a los asalariados de la propiedad divirtiéndose con Anna (Naomi Ackie), una empleada doméstica negra (denigrándola y a punto de violarla, a decir verdad), y en ese contexto le echa el ojo a uno de ellos, el pícaro Sebastian (Cosmo Jarvis), al cual transforma en su amante aprovechando que tanto su esposo como su suegro se encuentran fuera de la vivienda por negocios. Eventualmente Boris regresa ya enterado del affaire, golpea a Sebastian y lo encarcela en el establo, ella de inmediato le exige que lo libere y frente a la negativa envenena su comida, lo encierra en una habitación y espera a que muera mientras charla tranquilamente con Anna. El vejete amargo sucumbe, Katherine lo entierra sin sospechas y Anna se queda muda del miedo y por la frialdad de la patrona, la cual reanuda su romance con el muchacho rústico hasta que Alexander también vuelve al hogar. En este caso se desarrolla una pelea entre los tres involucrados que deriva en el asesinato del recién llegado por parte de Katherine con un atizador, el entierro del cuerpo en el bosque y hasta el sacrificio del caballo del finado para que nadie se entere del hecho.

Por supuesto que la serie de homicidios no se queda allí y el asunto se vuelve más tétrico con el transcurso de los acontecimientos futuros. Recuperando lo que decíamos al inicio, la película sorprende para bien -entre otros factores- por la osadía de incluir un episodio de verdadero empoderamiento femenino en el que no hay nubarrones de remordimiento en el cielo porque ella sabe lo que quiere y no se detiene ante nada para materializarlo, incluso llevándose puestas a otras mujeres que se cruzan en su camino o resultan funcionales a sus planes: en este sentido, Lady Macbeth toma la forma de un análisis muy astuto de una psicópata maravillosa y con las ideas bien claras que se rebela contra sus opresores, quienes a su vez son retratados como patéticos, cobardes y con una soberbia de cotillón que les termina jugando en contra ya que lo último que esperan es que la menudita Katherine se alce contra ellos. Desde ya que la evolución de víctima a victimaria trae alguna que otra consecuencia psicológica pero la desazón va a parar a Anna primero, representante de las féminas de estómago muy blando, y a Sebastian a posteriori, a quien ella realmente ama.

Si a lo anterior le sumamos que estamos ante la ópera prima del director William Oldroyd y la guionista Alice Birch y apenas el segundo trabajo en el séptimo arte de la propia Pugh, terminamos de tomar conciencia de lo bien que está encauzado el relato a través de un ritmo lento aunque meticuloso, planos fijos, la casi inexistencia de música incidental y una rigurosa economía en materia de diálogos, dejando que las imágenes y las acciones de los personajes hablen por sí mismas bajo un manto de parodia social preciosista a lo Stanley Kubrick (aquí se destaca en especial la fotografía de Ari Wegner). Se podría argumentar que uno ya sabe de antemano hacia qué regiones perfilará la historia pero eso no quita que el viaje valga la pena porque los 89 minutos constituyen el metraje exacto para la fábula de intrepidez y envilecimiento que se desea construir y porque el desempeño de Pugh es en verdad extraordinario, ya que la muchacha de 22 años se banca los desnudos y exprime al máximo su semblante glacial para esta antiheroína que no se conforma con lo establecido como sí lo hacen tantas otras mujeres que abrazan su lugar en la “sacrosanta” familia…