La villana

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Hola, venganza

Que los surcoreanos vienen salvando del tedio y el estancamiento terminal al cine de género desde hace -por lo menos- dos décadas no es precisamente una novedad a esta altura del partido, ya que mientras que los estadounidenses y sus secuaces del resto del globo se la pasan infantilizando las historias y saturando de CGI a las imágenes, los asiáticos en cambio exacerban el sustrato dramático, suelen regalar toneladas de gore y para colmo gustan de quebrar todos los tabúes posibles en materia de lo “políticamente correcto” a nivel de la estructura del relato y los vínculos varios entre los protagonistas, esos que por lo general derivan en tragedias más grandes que la vida misma. Sumada a la clásica combinación de géneros y estilos narrativos (ésta es una característica común a toda la producción cinematográfica del lejano continente), muchas veces en las propuestas surcoreanas descubrimos una intención para nada sutil de salir a pelearle a Hollywood en su propio terreno, léase el “gran espectáculo”, pero sustituyendo la impersonalidad de los films actuales de los estudios norteamericanos por una identidad autoral a la vieja usanza.

La película que nos ocupa, La Villana (Ak-Nyeo, 2017), es otro ejemplo de la capacidad de los realizadores de Corea del Sur para construir cocoliches maravillosos que parecen sabotear cualquier pretensión de definirlos dentro de un solo enclave, porque en este caso hablamos de una epopeya dividida en tres partes bien concretas: el primer tercio del metraje funciona como un thriller de acción con un pulso vertiginoso similar al de obras como Sin Control (John Wick, 2014) y Hardcore: Misión Extrema (Hardcore Henry, 2015), el segundo capítulo adquiere la forma de un melodrama algo freak y finalmente el último tramo apuesta sus fichas a una fábula de espionaje que encaja las piezas previas para erigir otra de esas tragedias recargadas -y muy lunáticas- a las que son tan adeptos los asiáticos. Como si lo anterior fuese poco, la premisa nos presenta una antiheroína que saluda a la venganza como se saluda al vecino que se ve todos los malditos días, un esquema que asimismo le debe mucho a los primeros trabajos de John Woo, a algunos opus de Johnnie To y en especial a aquel Luc Besson de Nikita (1990) y El Perfecto Asesino (Léon, 1994).

Considerando lo limitado de la historia, y cómo la susodicha se va desarrollando mediante flashbacks y flashforwards de la más variada índole, aquí conviene dar las menos precisiones posibles sobre el argumento y apenas decir que se centra en Sook-hee (Kim Ok-bin), una señorita que en la primera escena se carga a un verdadero ejército de hombres y que pronto termina en las manos de una agencia gubernamental que la condiciona como asesina sobre la base de un entrenamiento precedente igual de brutal. De hecho, el convite abre y cierra con dos de las mejores escenas de acción -por lejos- de los últimos años, la primera enarbolando una toma secuencia subjetiva que sólo en el final cambia a planos objetivos aunque hiper pegados al cuerpo, y la segunda retomando esta extraordinaria fijación con la cercanía a una dinámica homicida tan pomposa como original. El realizador y guionista Jung Byung-gil, en esta oportunidad entregando su segunda película de ficción luego de la también delirante y esplendorosa Confesiones de un Asesino (Nae-ga sal-in-beom-i-da, 2012), aprovecha al máximo las ventajas que ofrece el entramado tecnológico digital del presente para lograr escenas que dejan sin palabras al espectador y no muestran sus hilos de manera grotesca como sí hacen los norteamericanos yéndose de mambo todo el bendito tiempo en géneros como la fantasía y las aventuras: por el contrario, hoy la ambición del director se traduce en pequeñas odiseas visuales que articulan la fluidez y la energía con aquella visceralidad del antiguo cine de acción puro y duro, el de “matar o morir” sin piedad, alicientes morales, one liners bobaliconas o chistecitos al paso que relajen el nervio congénito del relato para que las almas sensibles y tímidas tengan respiro.

Sin dudas lo que muchas veces se extraña en el cine contemporáneo es precisamente el desquicio que Jung plasma a lo largo de La Villana, capa visible de una valentía progresista que apunta al mercado internacional ofreciendo un combo con un poco de todo para que cada uno disfrute del ingrediente específico que se amolde a su paladar. Ahora bien, más allá de las dos secuencias ya mencionadas, la propuesta cuenta con otros instantes gloriosos de acción (pensemos en la lucha con sables arriba de las motos o la breve aunque muy poderosa -y sangrienta- contienda en paños menores) y logra que las vueltas más ridículas de la trama se sostengan con una generosa armonía estructural que sería totalmente impensada en los productos de casi cualquier otra cinematografía nacional que no sea la surcoreana (la maternidad de Sook-hee, su reconversión a actriz teatral y todos los giros que se suceden a partir de su boda son claros ejemplos de ello). Desde ya que por momentos a Jung se le va un poco la mano con una catarata de “sorpresas” que no lo son del todo porque en la mayoría de los casos llaman la atención por la sola arquitectura explícitamente no cronológica de la experiencia en su conjunto, sin embargo no se puede pasar por alto la intensidad de esta gesta de revancha y justicia al repalazo, vía una reconstitución identitaria que de tanto en tanto se ubica en la misma sintonía de la eficacia y la memoria fracturada de esa máquina de la muerte llamada Jason Bourne. Si a Kill Bill: Vol. 1 (2003) y Kill Bill: Vol. 2 (2004) le cortásemos los diálogos redundantes y la impostación sentimental amigable para con el público femenino, de seguro tendríamos una obra similar a La Villana, una epopeya ciclotímica que se hace un festín unificando la acción impiadosa y adrenalínica de los videojuegos de disparos o shooters -en primera o tercera persona, es indistinto- y una mecánica narrativa que lleva las catástrofes personales hasta las últimas consecuencias, esas que nos dejan con un único paliativo capaz de traer algo de paz: el ver sin vida el cuerpo de los victimarios y/ o responsables de tamaño dolor.