La vida de Anna

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

La vida de Anna, de la realizadora Nino Basilia, abarca tantos temas y se abre y bifurca, tal vez innecesariamente, en tantas subtramas que el resultado final no solamente apabulla, sino que aturde y desorienta.

Todo esto, al margen de un final filmado y subrayado con brocha gruesa.

La Anna del título es madre soltera de un niño con autismo. Su ex no sólo no la ayuda económicamente, sino que ni siquiera se digna ir a ver a su hijo, internado en un hospicio para niños con autismo, “porque él ni me mira”. Anna también tiene una abuela con demencia senil viviendo en otro departamento. Se gana la vida -es una manera de decir- como lavaplatos en un restaurante y limpiando casas de vecinos.

Si un sueño tiene Anna es el de viajar a los Estados Unidos. Cree, entiende que allí podrá ayudar en el tratamiento de su hijo. Pero planea viajar sola.

El problema -uno de los muchos que se le presentan en la carrera de obstáculos que es este drama para su protagonista- es que no consigue la visa.

¿Por qué? Porque sus ingresos son tan bajos que en el consulado en Georgia, donde vive, desconfían.

La vida de Anna tiene varios personajes secundarios que no hacen más que acentuar cierto patetismo. Los ambientes sombríos, aciagos, refuerzan el clima.

La subtramas, que dejan el tema del hijo con autismo casi soslayado, pasan por un joven que persigue a Anna -estaría enamorado desquiciadamente de ella-, la problemática de la abuela, cierto vecino (el dueño del restaurante) que tiene en su mesita de luz un fajo de billetes de cien dólares, y Otto, un tipo que le asegura que por la plata que tenga vendiendo su departamento, él le consigue una visa. Trucha, pero visa al fin.

De no ser por Ekaterine Demetradze, la visión del filme se haría más difícil.