La vida de Adele

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

¿De dónde obtiene La vida de Adele su intensidad, esa que consigue dejarnos sentados en al butaca durante tres horas sin que pensemos ni por un segundo en levantarnos? O, mejor: ¿cómo logra capturar nuestro interés, con qué recursos lo hace? La respuesta, creo, no hay que buscarla especialmente en la puesta en escena: la planificación visual de Kechiche es repetitiva y carece casi por completo de ideas y de ritmo (no es casual que la edición esté realizada a ocho manos). El director se limita a filmar a las protagonistas en una serie interminable de primerísimos primeros planos que ocasionalmente se alternan con algún encuadre general obligado (como ocurre en las escenas de sexo). Al menos en La vida de Adele, Kechiche no demuestra mayor talento para filmar a las personas y las cosas que el que podría tener cualquier artesano de industria; su seguidilla de planos contra planos, de rostros que se contestan unos a otros no es muy distinta de lo que puede verse en una tira de televisión. Pero La vida de Adele es dueña de una potencia que ningún producto televisivo podría igualar, que supera incluso los picos emotivos habituales del mejor cine hollywoodense y que, a diferencia de este, lo logra tomando distancia de los convencionalismos de los géneros y de las narraciones tradicionales. Entonces, ¿cómo funciona la alquimia misteriosa de Kechiche? ¿Mediante qué ingredientes secretos consigue transformar el plomo de un guión algo pobre y de una puesta en escena soporífera en el oro que reluce en pantalla?

Esos ingredientes son dos: la elección de las protagonistas por un lado, y la dirección de actores por otro. Del primero no hay mucho para decir: ignoro cuánto tiempo habrá tardado el director tunesino en dar con Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, pero no caben dudas de que la elección fue inmejorable, que cada una le dio vida a su personaje de una manera única e irrepetible. Por otra parte, hay algo que resulta indiscutible: antes de una película que sintoniza con nuestro tiempo, de un cine de sensibilidad contemporánea, La vida de Adele es, más que nada, un ejercicio interpretativo y un trabajo de dirección actoral inmenso. Solo así el director pudo extraer la emoción que atraviesa a su película, solo después de contar con dos actrices notables y que habían compredido a la perfección a sus personajes, y solo después de trabajar la relación de las dos lo suficiente como para que la pasión entre ellas resulte creíble; con esas bases previas es que Kechiche pudo permitirse el riesgo de confeccionar una planificación que descansa, segurísima de sí misma, en los rostros de las protagonistas, atenta al más mínimo gesto o movimiento muscular, al más pequeño tic que, por obra de la amplificación de la cámara, termina definiendo por entero a un personaje tanto o más que lo que la información que el guión pueda proveer. Porque La vida de Adele es una película cerrada sobre sí misma y su propio y diminuto universo, lo suyo no es el retrato de una época o una pintura social sino la exploración de las relaciones y los intercambios que se tejen en su interior. Así, a los ojos del director, en una cena familiar, importa menos la dinámica del grupo y los signos de clase que pudieran definirlos que la saliva que genera Adele cuando mastica con la boca abierta; la cámara se fija en eso y desecha tanto los diálogos como los planos de conjunto.

Es por esto, por estar demasiado aislada en su mundo personal, que la película pierde fuerza en los pocos momentos en los que intenta abrir el plano y mirar muchas cosas. Pasa con la discusión en la puerta del colegio, cuando las amigas de Adele la interrogan y la acusan de lesbiana: la escena resulta burda, subrayada, un momento claramente dispuesto para convocar la indignación, para comentar el estado de la sociedad francesa y para mostrar cómo los jóvenes parecieran reproducir la ideología un poco retrógrada del país en otras épocas. No es casual que esa escena involucre a muchos personajes y que incorpore un tono ausente hasta ese momento: la cantidad de rostros, la velocidad de los diálogos (y de las agresiones), los empujones y lo subrayado de toda la situación no hace otra cosa que recordar que el hábitat natural de La vida de Adele no son las calles, los bares y las discusiones a los gritos sino los intercambios en voz baja de los amantes (o sus silencios) y la intimidad que conlleva el estar solo tirado en la cama o el compartir un banco de plaza con alguien al que se quiere.

Pero si los méritos que vengo describiendo son, en cierta medida, pre cinematográficos, anteriores al cine, hay un acierto de Kechiche que se apoya solo en las herramientas del cine. Se trata de las escenas de sexo entre las protagonistas que tanto dieron que hablar durante el estreno en Cannes: el cine mostró cómo se acostaban dos mujeres muchas veces, el tema (una relación lésbica) y la imagen (dos chicas teniendo sexo) no son para nada nuevos. Pero sí es nueva la manera en que el director las filma: las dos aparecen totalmente desnudas, excitadas, chupando y succionando desesperadas el cuerpo de la otra; incluso se llega a mostrar mucho sexo oral recurriendo a planos detalles que no permiten falsear la acción. Si la mayor parte de la película, venía diciendo, resulta poco sofisticada en términos de imagen, las escenas de sexo no lo son tampoco, al contrario, es como si Kechiche estuviera convencido de que la única forma de sostener la intensidad acumulada en el relato durante las escenas de cama era filmar el sexo como lo haría una película porno del montón: poner a dos chicas desnudas a tocarse y lamerse sin que el encuadre oculte nada y sin que la edición corte el plano antes de tiempo. Este es otro de los puntos fuertes de La vida de Adele, otro éxito que se cifra en buena medida en la voluntad del director de capturar la mayor cantidad de intensidad posible, sin importar si la planificación termina pareciendo demasiado la del porno.

Todo esto, sumado a la forma narrativa más bien elemental del relato de descubrimiento amoroso, arroja una película efectiva, con los reflejos suficientes como para fijarse en el crecimiento de la protagonista y en los cambios por los que atraviesa sin necesidad de explicarlos ni de enmarcarlos en alguna especie de explicación grandilocuente de la vida. La vida de Adele no se arroga para sí ninguna sofisticación, lo suyo es el arte de narrar y mostrar utilizando solo los recursos justos, y esa justeza es solo comparable al rigor de las normas que rigen los códigos del amor en el universo de los personajes. El aprendizaje es duro y los errores se pagan demasiado caro.