La sal de la tierra

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Retratos de la curiosidad

Un artista (Wim Wenders) que retrata a otro (Sebastião Salgado), unidos por la mirada curiosa, que observan e indagan. Las imágenes, potentes.

Es una película en la que uno y otro casi que se entremezclan. Porque tanto Wim Wenders su director, como el fotógrafo y objeto de su filme, el brasileño Sebastião Salgado, son artistas curiosos, gente de apuntar su mirada, escudriñar, observar, indagar. Un cineasta retrata a otro artista, que a su vez hizo su carrera retratando.

La curiosidad es lo que alimenta a todo documentalista, y el director de París, Texas aquí lo es, y Salgado ha reproducido en imágenes algunos de los horrores más impresionantes de las últimas décadas, sea la pobreza, esclavitud, el hambre o las guerras.

Las comparaciones son siempre odiosas, y más si parangonamos los trabajos documentales de dos grandes del cine alemán como Wenders y Werner Herzog, que se lanzaron al documental. Son muy distintos. Aquí, el realizador de Las alas del deseo también oficia de narrador, y está omnipresente. ¿Demasiado? Juliano Salgado, hijo de Sebastião, que oficia como codirector del filme, aparece más como descendiente que realizador.

Salgado fue un aventurero. Dejó su tierra de origen, Brasil, por la dictadura militar, y recorrió el mundo. Muchas veces desaparecía por meses y viajaba a lugares recónditos para encontrar la esencia de, por ejemplo, el trabajo en una mina de oro. Esas son las imágenes con las que abre la película, que fue candidata al Oscar al mejor documental este año. Icono y referente de la fotografía, Salgado es reverenciado aquí, en el documental, y en todo el mundo.

En lo que tal vez La sal de la Tierra no tenga límites muy precisos es en la manera en la que se puede cuestionar -o no-, la cercanía de quien observa las penurias ajenas. Salgado es un cronista de su tiempo. Observa y no actúa. Obviamente abre conciencia y hace tomar buena nota de lo que sucede allí, sea donde sea, en Irak, los Balcanes, pero abre también una ventana a la reflexión que va más allá del tema abordado y Wenders prefiere no tomar esa línea y quedarse, como su objeto, en la contemplación.

El espectador puede quedarse con el impacto que le generarán las imágenes, pero también advertir el tono laudatorio que, sino empaña, tamiza al filme.