La reunión del diablo

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La reunión del diablo tenía una premisa más o menos prometedora: un grupo de personas atrapadas en un ascensor es acechado por algo que no se sabe bien qué es pero que el título local (y el todavía menos sutil título original) ya permiten adivinar. Los cinco se empiezan a conocer unos a otros al tiempo que son lastimados y hasta asesinados sin quedar nunca en claro quién es el responsable. Así contado, tenemos entre manos una película de terror dura y claustrofóbica, que además nos coloca alternativamente en el lugar de cada protagonista y nos hace partícipes de sus respectivos miedos y sospechas. El problema es que La reunión del diablo no se contenta con esa historia, es decir, no quiere o no puede quedarse encerrada en el ascensor junto a sus personajes, y necesita salir afuera. Gran parte de la película de John Erick Dowdle transcurre también en el resto del edificio, sobre todo en la cabina de vigilancia desde la que los guardias y un detective (encargado improvisadamente de resolver el misterio de los asesinatos) observan los hechos a través de la cámara de seguridad del ascensor.

Signo del poco respeto que la película muestra hacia la inteligencia del público, La reunión del diablo utiliza ese otro espacio (el de la cabina) para elaborar constantemente un comentario de lo que ocurre en el ascensor, como si para darse una idea cabal de lo que está pasando el espectador necesitara de las explicaciones de los guardias y del detective, observadores como nosotros del show de violencia y muerte que se ve por la cámara. En esas escenas, el guión (basado en una idea de Shyamalan) acaba con cualquier posible interpretación por parte del público; las lecturas de los hechos insólitos del ascensor podrían ser muchas pero, pareciera decirnos Dowdle, la lectura final tiene sí o sí que ser una sola, la que nos propone (o nos impone) la película. Ese forzamiento es el que tira abajo todo el potencial de la premisa inicial, porque en esos momentos, cuando los personajes de la cabina discuten sobre las posibles causas de la hecatombe, el guión instala una idea de moral aburrida y pesada que encaja cada personaje y cada acción en el craso esquema ético de la película. Por ejemplo: las conexiones entre los personajes, imposibles, imprevistas e impresentables, que hacen las veces de una suerte de remedo de vuelta de tuerca, son un caso concreto de la sumisión del guión a esa idea de gran mecanismo que obtura las posibilidades del punto de partida inicial, que se abría a un sinfín de juegos narrativos. Religión de estampita, castigo diabólico y redención más o menos instantánea; si por lo menos Dowdle se atreviera a reventar algo de la rigidez moral de la película, esos tres elementos podrían conformar un cóctel explosivo. Pero el guión es más fuerte: la tortura física y psicológica aplicada a las víctimas del ascensor solamente puede llevarse a cabo trazando como horizonte lejano e ideal una moral con tufillo a cristianismo. Es decir, no es el cine el que castiga a los personajes (para eso hacen falta películas con coraje) sino la Religión, el Diablo, la Culpa y demás sandeces, todas con mayúsculas.