La reconstrucción

Crítica de Agustín Neifert - La Nueva Provincia

Sobre afectos, penas y esperanzas

El ambiente árido del Este de la Patagonia, el clima irascible, sus silencios, distancias y vacíos, son el reflejo del ser de Eduardo.
Se trata del protagonista de la nueva película de Juan Taratuto, un director que ha mostrado en su filmografía un interés peculiar por los vínculos afectivos, que hasta el momento ha desarrollado a manera de comedia, con las efectivas No sos vos, soy yo y Un novio para mi mujer.
La cinta de hoy, La reconstrucción , vira de género aunque no de eje. A modo de drama, vuelve a indagar en el amor, la amistad; lo ganado, lo perdido; lo que la vida da y quita, y la contínua necesidad del ser humano de capitalizar, madurar y seguir construyendo desde la experiencia.
Sí varían en forma drástica las circunstancias y Eduardo (Diego Peretti) parece no tener nada que construir, excepto aquello que hace a su labor como ingeniero de planta de una petrolera en Río Grande. Sus movimientos se limitan a lo justo y necesario para cumplir con la tarea para la que fue contratado. Habla poco y nada. Come de lo que caza y su casa tiene el aspecto de un reducto marginal, que no condice con la posición que ocupa.
Tiene la actitud de un inadaptado, y no exactamente a sus expensas, y es un ser que genera en su entorno una dualidad de rechazo-apego, que el director, muy inteligentemente, logra trasladar a la platea, porque se trata de un personaje que molesta, pero intriga. Atrapa.
La falta de compromiso de Eduardo con el otro se ve alterada ante el insistente llamado de Mario (Alfredo Casero), un amigo que lo convoca desde Ushuaia, para ayudarlo a apoyar a su mujer (Claudia Fontán) en un asunto personal.
No se sabe bien por qué, Eduardo termina respondiendo y arriesgándose, en la realidad, lo que su amigo le anuncia en una frase: "esto es un viaje al pasado". Porque, en un tiempo --se irá descubriendo--, Eduardo tuvo una familia que compartió momentos felices con la de Mario; pero eso fue.
¿Cómo ese hombre que, se entiende, logró una educación universitaria de alto nivel y un futuro promisorio e ideal, llegó a ser quien es? ¿qué es lo que ve en él la gente que lo llama a compartir su mesa? Y, sobre todo, ¿por qué Mario cree en él para llamarlo a cumplir una misión que, hasta en el más agnóstico de los seres humanos, implica un acto de fe?
El espectador debe entregarse a este relato que responde a partir de la pluralidad de elementos que ofrece el lenguaje cinematográfico, más allá de las actuaciones y las palabras.
Respecto de las interpretaciones, Taratuto le puso a Peretti la carga de una película que funciona a partir de su más mínimo gesto, pero le dio el sostén de un elenco tan breve como sólido y de un guión que no se desluce en trivialidades.
En un tono muy diferente del ensayado hasta el momento, el realizador demuestra que, como narrador, puede contar y conmover con historias personales y profundas, y trasladarle al cinéfilo la sensación de compartir una experiencia humana común.
De hecho, Taratuto dedica esta película, en principio, a sus padres ya fallecidos, motivo de pena; y a continuación, a su mujer, la actriz y productora Cecilia Dopazo, y a los hijos de ambos, una prueba de la esperanza.