La Quietud

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

El “Súper Agosto” del cine argentino, que tuvo a El Ángel, El amor menos pensado y Mi obra maestra dominando la taquilla, se cierra con el regreso de Pablo Trapero en un film muy distinto al resto de su obra. Esta incursión en el universo femenino a partir de los secretos y mentiras de una familia de clase alta dueña de la estancia que da título a la película lo muestra brillando en el terreno visual, aunque no del todo convincente en términos dramáticos. El noveno largometraje del director de Mundo grúa, El bonaerense, Familia rodante, Nacido y criado, Leonera, Carancho, Elefante Blanco y El clan tendrá además dentro de pocos días su debut internacional en el marco de la Mostra de Venecia.

Tiene razón cuando Pablo Trapero dice que La Quietud es la película más libre (en términos de producción) y más arriesgada (en lo artístico) de una carrera que lleva ya más de dos décadas (sus cortometrajes Mocoso malcriado y Negocios son de 1993 y 1995, respectivamente). Director fundamental del denominado Nuevo Cine Argentino, que cambió para siempre el panorama local a fines de los años '90, pasó del minimalismo de Mundo grúa (1999) a filmar la película nacional más grande y exitosa de 2015 como El clan (más de 2,6 millones de espectadores). Ahora, da otro brusco movimiento de timón al presentar un drama familiar más intimista, pero no por eso menos ambicioso. El resultado es menos sólido y convincente, pero aun con sus desniveles es de destacar el riesgo, la audacia y los desafíos asumidos por un creador que podría haber ido a lo seguro con un proyecto más demagógico, eficaz, complaciente y superficial.

Dentro de una historia coral, ambientada en el seno de una familia de estructura matriarcal y con claro protagonismo femenino (los personajes masculinos son más bien accesorios), el eje y el motor de la narración pasa por Mia (Martina Gusman), hija menor que mantiene una relación edípica con su padre (Isidoro Tolcachir) y otra decididamente tirante con su madre Esmeralda (una espléndida Graciela Borges).

En el inicio del film descubrimos que su padre es investigado por un fiscal sobre unas propiedades, pero -justo en medio de una audiencia en tribunales- el anciano sufre un fuerte ACV que lo deja en coma. Frente a lo delicado de la situación, la otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), regresa de urgencia desde París (donde se ha radicado), y junto a Mia se instalan en La Quietud, la majestuosa estancia familiar donde reina la manipuladora Esmeralda, el mejor personaje que le regala al film unos bienvenidos momentos de humor negro subyacente.

El principal problema de La Quietud es que no siempre alcanza la sutileza, los matices, los detalles decisivos, las observaciones rigurosas ni la profundidad y credibilidad psicológica que una propuesta de estas características requiere (exige). Lo que el film logra en el terreno visual (la mayoría de los planos tienen un virtuosismo y una belleza incuestionables) no lo consigue en cuanto a solidez dramática, ya que varios conflictos se esbozan a puro trazo grueso y se resuelven de forma subrayada, con el manual psicologista: no solo el apuntado Edipo, sino también el conflicto madre-hijas (Esmeralda tiene una clara predilección por Eugenia que genera una profunda insatisfacción y resentimiento en Mia), la relación simbiótica entre las hermanas, y ciertos secretos y mentiras que se remontan a los tenebrosos tiempos de la última dictadura militar.

Lo mejor de La Quietud -además de las atmósferas y climas visuales construidos en un entorno idílico que, poco a poco, va mostrando un progresivo enrarecimiento- son algunas secuencias coreográficas a puro plano-secuenca y otras donde se asume un riesgo mayúsculo al entrar en las zonas más íntimas (incluso con una fuerte carga sexual) de estas mujeres en tiempos de empoderamiento femenino.

Incómoda, provocadora y audaz, La Quietud surge como una película que, aún con sus sus ambiciones por momentos desmedidas, invita a la reflexión y al debate. Trapero explora nuevos rumbos y eso siempre es de agradecer en la carrera de un cineasta, sobre todo de uno ya consagrado.