La princesa y el sapo

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

Un paseo por el mágico mundo del color

Al mismo tiempo dentro y fuera de la gran tradición animada de Disney, el nuevo film en dibujos tradicionales es tanto una alegoría política como un cuento de hadas con ritmo y personajes perfectos.

En primer lugar, es bueno que la Disney haya vuelto al dibujo animado tradicional. Es falso que la animación deba, por defecto, realizarse por computadoras: el dibujo a mano documenta el trazo del artista mejor que cualquier otra técnica. La firma tiene el secreto de esa técnica. Por lo menos, para contar un largometraje con dibujos sin que el espectador sienta que ese mundo totalmente artificial le es ajeno. Hay otras buenas noticias: La princesa y el sapo es un buen film, entretenido y lleno de color; su banda de sonido –que recorre desde el cajun al jazz y es responsabilidad de Randy Newman- es casi omnipresente y se desluce un poco con el doblaje al castellano, pero realmente funciona. Y –prueba de su efectividad narrativa- parece breve.

Aquí la historia: Tiana es hija de una modista (negra) y un cocinero (negro); ambos viven en un suburbio de la ciudad. Papá fallece, Tiana crece soñando tener su propio restaurante. Casi lo logra, y en una fiesta de disfraces una rana –en la Argentina es un sapo; sonaría raro en castellano que una princesa bese sáficamente a una rana- le dice que es un príncipe encantado (es verdad, lo es: un príncipe desheredado que busca matrimonio por conveniencia, embrujado por un villano vudú) y que si la besa se rompe el hechizo. Ella lo hace y se transforma a su vez en rana. El resto es cómo a) se enamoran como batracios y b) cómo logran sus sueños y cambian para mejor en el trayecto.

Es decir: si lo que quiere es ver un buen ejercicio de estilo de la casa Disney, este film cumple con creces. Sin embargo, no implica –como sí lo fueron La Bella y la Bestia, El Rey León, Las locuras del emperador o Lilo & Stitch en diferentes contextos- un paso adelante en el campo animado. Es difícil saber si será o no un renacimiento, si el género volverá por sus fueros. Cualquier especulación es vana porque el film es absolutamente tradicional incluso –y esto es lo más extraño de todo- en su mirada social y política, ese “plus” que amanuenses internacionales han repetido.

Que es un film “obamista” dado que la princesa del cuento es negra, que homenajea a Nueva Orléans, que reivindica la igualdad entre el hombre y la mujer, etcétera. Nada de esto es novedoso porque, en principio, las películas de Disney siempre fueron reflejo de su tiempo. Nunca –y esto es capital y muchas veces se comprendió como “conservadurismo”- hablaban de posibilidades para América. Así, Blancanieves era el “volver a la familia” tras la disolución de cualquier sociedad durante la Depresión, Cenicienta implicaba los valores de la era Eisenhower de mujer al mismo tiempo bella y maternal, y La Bella y la Bestia hablaba de la igualdad de la mujer de los noventa, una persona audaz, que tomaba decisiones y que estaba a la par del hombre (de hecho, era el Príncipe el que sufría pasivamente el hechizo). Pero en todos estos cuentos campeaba la adaptación más o menos fiel del texto base: sus modificaciones eran por lo general de índole dramática. En cambio aquí estamos ante la adaptación más “infiel” de un cuento, del que sólo se toma una situación básica y se construye alrededor un símil fantástico de lo que se aspira para los Estados Unidos de hoy. Se logra, esto hay que afirmarlo, con humor y buen gusto; con creatividad y personajes perfectos. Incluso con alguna tristeza bien dosificada. ¿Dijimos que este film no era “un paso adelante”? Error: La princesa y el sapo, sin darse cuenta, es la primera alegoría política de los estudios Disney. Signo de los tiempos, aunque no siempre “paso adelante” sea “avance”.