Screwball Shakespeare
En su nueva película, Matías Piñeiro tiene un objetivo: la recarga de todos los símbolos que han hecho de su cine uno de los más reconocibles dentro del amplio panorama actual del cine nacional. El juego con los puntos de vista se multiplica, el relato coral engrosa, el abordaje de lo popular mezclado con lo intelectual va del papi-fútbol al Museo de Bellas Artes, y el acercamiento a la obra de William Shakespeare no falta, aunque aquí su obra se refracta en múltiples referencias. Todo eso ingresa en La pincesa de Francia, a lo que se suma una textura de screwball comedy que termina por ajustar aún más el conjunto: esas múltiples ideas encuentran en el atajo de los diálogos veloces y ásperos de las comedias norteamericanas de los 30’s y 40’s una solidez que permite disfrutar completamente la película sin bifurcaciones innecesarias. Pero el mayor acierto de Piñeiro es hacer de su juego estético algo ligero, incluso divertido y que fluye con envidiable velocidad.
Del bardo, el director toma prestada esta vez cierta estructura y la temática de Trabajos de amor perdidos. Lo pone en diálogos que son textuales, pero también en la construcción de personajes que se parecen un poco aquellos, o que tienen algunos de sus rasgos, como también así en referencias y en la presencia física de libros que se prestan y van de mano en mano de los personajes. Personajes, además, que trabajaron tiempo atrás en una puesta en escena de Shakespeare y que ahora, regresado el director al país luego de una estadía en México, se ponen en la tarea de desarrollar un radioteatro sobre aquella obra. Los protagonistas no sólo vivencian lo escrito por Shakespeare para asimilarlo en la representación, sino que además sufren en carne propia el oprobio de los amores cruzados, los engaños, las traiciones, los silencios, pero todo con un aire pícaro que campea alegremente.
Dos varones, seis mujeres. Han pasado cosas entre varios de ellos. Esto, que podría ser material para un drama romántico convencional, sirve para que Piñeiro dé rienda suelta a su creatividad: hay planos secuencias memorables, como el que abre el film, y una recurrencia al sueño como forma distorsionada de la realidad, también puntos de vista que se confunden y que sostienen el leitmotiv de la película, un cuadro de William-Adolphe Bouguereau en el que un hombre es tironeado por varias mujeres. Las ideas se apilan en el film de Piñeiro, pero son ideas que construyen sentido y nunca están ahí por mero egocentrismo. Como las citas intelectuales, de las cuales el realizador se encarga que sean justificadas y hasta fundamentales en la elaboración del relato.
Pero la apuesta definitiva de Piñeiro en La princesa de Francia son los diálogos. Como en las comedias con Cary Grant y Katharine Hepburne los personajes hablan. Mucho. Se pisan cuando hablan. Se amontonan. Y si bien por momentos el tour de force verbal luce algo impostado (en la escena del Museo, por ejemplo), cuando los actores encuentran el tono la película impone un ritmo endiablado, que hacen mucho más cortos sus ya de por sí cortos 65 minutos. En ese recurso del lenguaje hay una decisión de puesta en escena, que favorece el lunatismo de la multiplicidad de puntos de vista, y que relaciona a la película con cierta idea de comedia universal, incluso de la comicidad como una de las formas de la supervivencia: y reconoce en las comedias de Shakespeare un anticipo de aquellas screwball tan populares. Piñeiro se da todos los lujos en La princesa de Francia, pero su película nunca suena caprichosa: es un juguete atrevido que desestructura el relato con la mirada inteligente de un autor impar.