La princesa de Francia

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Las películas de Matías Piñeiro suponen un desafío para la crítica de cine. ¿Cómo hacer para que las palabras den cuenta, aunque sea pobremente, de la gracia de sus movimientos, de la elegancia de sus planos, de la belleza de sus intérpretes?¿Cómo recomponer al menos una pequeña parte de la fluidez de esos cuerpos cuidadosamente orquestados que, sin embargo,parecen desplazarse libremente por el encuadre? Con La princesa de Francia, el universo piñeirano y la serie de las Shakespereadas suma un esperado nuevo capítulo: de nuevo Shakespeare, una obra de teatro radial, unos amores y engaños convenientemente cruzados, las variaciones y repeticiones de un mismo motivo; el cine de Piñeiro, igual de lúcido y festivo que siempre, parece haber nacido maduro, siempre y cuando entendamos madurez no como la rigidez o el respeto de las normas, sino como plenitud estética, como la cumbre de un arte. Para muestra basta un botón, o acá un plano, el que abre la película con una coreografía en una cancha de fútbol 5 al ritmo de Schumann. Ya en ese comienzo queda claro que sus protagonistas, eternamente engarzados en romances, lecturas, conspiraciones y ensayos de teatro, son los seres más libres que el cine argentino haya podido imaginar.