La Patota

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La mujer sin cabeza

Casi todas las críticas de La Patota hablan del plano secuencia inicial, ese que muestra a Paulina y a su padre discutiendo. Pero casi ninguna menciona una escena brevísima que resulta tanto o más importante que esa discusión un poco ruidosa: la de Paulina yendo al carnaval con su novio y una pareja amiga. Allí hay un plano fugaz que, de alguna forma, pareciera anticipar todo lo que está por venir: mientras que Alberto (el novio) se mezcla con la gente y encuentra sin mayores complicaciones su lugar en las gradas, Paulina mira para los costados con una sonrisa desencajada; su expresión es la de alguien irremediablemente perdido, confundido, que no alcanza a comprender lo que pasa a su alrededor. Esa mirada extraviada será el gesto más reconocible del personaje, acaso su único gesto auténtico, frente a sus inflamados discursos progresistas de chica que fue a la facultad o a su impostura de maestra escolar. Paulina está partida en dos, y la película replica esa condición a través de distintos recursos: la Paulina polémica y comprometida se expresa a través de la palabra, mientras que la otra, la que trata de acercarse a un universo desconocido, opta por el silencio y habla (o balbucea) mayormente con el cuerpo. La primera es apenas una fachada, una máscara que la segunda se coloca para justificar su curiosa incursión en un pueblito carenciado de Misiones. El personaje pareciera sumergirse en ese mundo y abrirse completamente a él, esperando conseguir tal vez alguna clase de entendimiento. Paulina intuye que la realidad es algo demasiado espeso como para poder apresarlo mediante la razón, entonces toma partido por una estrategia mucho más visceral: hay que meterse de lleno en ese espacio marginal habitado por seres condenados. En ese zambullirse no parece haber ninguna clase de conciencia social operando de fondo: la Paulina que discute con su papá, que argumenta segura, que chicanea, no es la misma que recorre las calles de tierra mirado con fruición a su alrededor, vacía de toda certidumbre.

En el fondo, La patota no es otra cosa que el relato de alguien que camina y mira, que trata de aprehender el funcionamiento secreto de un espacio nuevo. Es por lo menos sorprendente que la mayoría de las críticas hagan una lectura temática de la película, como si lo único que hubiera para comentar fuera la violación y posterior reacción de la protagonista. La película podrá ser cualquier cosa menos una película de tema: justamente, a diferencia de ese cine, La patota no ofrece certezas, no cartografía el mundo, al contrario, lo que plantea es que lo real puede llegar a ser demasiado ambiguo y huidizo como para reducirlo a una o dos explicaciones racionales. En ese sentido, no podría ser más distinta a la película anterior de Santiago Mitre: El estudiante contaba la historia de un extranjero que arribaba a un mundo nuevo, el de la política universitaria, para descubrir sus reglas, interiorizarlas y finalmente utilizarlas en su provecho. La patota, en cambio, muestra a una chica desfasada, que no logra dar con la cifra de ese pueblo (el punto intermedio entre las dos es, claro, Los posibles, donde Mitre parece haberse iniciado en un cine de observación que se acerca y rodea a su objeto sin forzarlo). La película muestra una escena previa a la violación que, si bien Paulina no presencia, no hace más que reafirmar su desfase sugiriendo que el ataque es un hecho aleatorio, tanto un descargo de bronca y de celos como una acción que surge espontáneamente y que se dispara, en realidad, por una equivocación. No hay ninguna justificación ahí, ninguna conmiseración, ningún juicio, solo una secuencia de decisiones que se precipita demasiado rápido como para que los responsables evalúen sus actos; al igual que su protagonista, la película tampoco presume ningún saber sobre los habitantes del lugar, no los encasilla ni disecciona, no les cuelga etiquetas.

La rebelión de Paulina respecto de su papá y su carrera de abogada tiene un motivo obvio: la justicia es un marco que viene a encuadrar el mundo, a explicarlo y a regular sus funcionamientos. Paulina necesita sumergirse en ese universo sin la red que le proporciona lo legal, por eso no quiere hacer la denuncia: en la violencia padecida se juega algo íntimo de ese lugar, un signo profundo que debe procesarse internamente, sin la intervención de la justicia. Después de tanta incomprensión y ambigüedad, para la lógica de la protagonista la violación y el posterior embarazo son como una suerte de respuesta: ese entorno pareciera, finalmente, comunicarse con ella, abrirle sus puertas y empujarla dentro de sí, marcarla; como si la violación fuera lo más parecido a una verdadera experiencia de esa tierra que el personaje pudiera llegar a adquirir.

La patota demuestra una sensibilidad notable para narrar el trayecto sinuoso de Paulina. La película imita a su vez la actitud de su protagonista: no juzga, no trata de explicar al personaje y sus acciones a partir de la psicología. En esto, La patota es un cine esencialmente moderno, que privilegia la exploración por sobre cualquier seguridad narrativa y que no trata de agotar el misterio de su relato. El enojo de muchos críticos y del público respecto de la reacción inesperada e inexplicable de Paulina seguramente esté relacionado con esa modernidad que se niega a dar respuestas, que no quiere contar una historia “verosímil” ni hacer nada parecido a una película “de tema”. Esos reclamos pueden sonar un poco reaccionarios, como si al cine no le estuviera permitido jugar con la indefinición, como si siempre hubiera que dar cuenta detalladamente de ciertas dimensiones narrativas, sociales, éticas; como si las películas no sirvieran para otra cosa que para discutir sobre temas en la oficina al día siguiente. Pero es en esa reticencia y en esa ambigüedad que radica la fuerza de La patota, en su capacidad para seguir a su protagonista desde lejos, siempre colocando un signo de pregunta entre ella y la cámara. Así las cosas, la película exhibe un pulso bastante torpe para los diálogos y los conflictos, sobre todo en aquellos que se dan entre Paulina y el padre (Oscar Martínez, en una actuación enorme). Cuando la película pone palabras en la boca de Dolores Fonzi estas suenan pobres, rudimentarias, como meros instrumentos para levantar alguna clase de debate, un choque de posturas (generacionales, políticas, sociales). Son los momentos concesivos de la película, un salvavidas narrativo que el guion le arroja a un público posiblemente desorientado. La discusión final, en la que se vociferan consignas huecas y frases hechas (“cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, busca culpables”), resume esa dificultad. Durante esas escenas, en las que los actores ponen el cuerpo lo mejor que pueden, la solidaridad del espectador está con el personaje de Oscar Martínez, que habla con claridad y cordura: nos parecemos un poco a él, demandamos a Paulina una respuesta, una justificación racional de sus decisiones. Ella, con su retórica encendida y pendenciera, de clase de CBC, no trata de explicar sus actos sino de disimular una especie de ánimo, de disposición bastante más difícil de nombrar. En el fondo, Paulina sigue siendo aquella chica perdida del carnaval, que está sola aunque la acompañe el novio, que nada tiene que ver con todo y con todos los que se reúnen allí, pero que igual trata de mezclarse.