La mirada invisible

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Perversiones nacionales

El escenario es el Colegio Nacional Buenos Aires; el contexto histórico, marzo de 1982. El rector da la bienvenida y propone una perspectiva: “La historia del país y la historia del colegio están entrelazadas”. Se cita a Belgrano, a Mitre, padres fundadores de la Patria y el colegio. Son historias casi indistinguibles: el colegio es la nación por otros medios.

Así, Lerman demostrará dicha tesis plano tras plano, y pondrá atención particular en mostrar cómo puede afectar la Historia a la historia íntima de cualquier sujeto, en este caso, una preceptora (Julieta Zylberberg en un papel consagratorio) que experimenta una lacerante represión sexual, que viene acompañada por el cortejo de un superior, un simpatizante del gobierno de facto y un fiel practicante inconsciente de la teoría de los dos demonios. Es una guerra ganada, pero los rebrotes y los retoños hay que atenderlos y eliminarlos.

La mirada invisible parece un título inspirado en Foucault. Todo debe ser inspeccionado por el gran Ojo; la vigilancia y el castigo son una política pedagógica, partes indiscutibles de una práctica a la que le corresponde una ciencia moral. La risa y el romance son una interdicción. Una caricatura en un papel es sinónimo de expulsión; tomarse la mano en un pasillo es un argumento suficiente de amonestación. La pureza se inscribe y se escribe con sangre.

La perversión acecha y aquí conoce su versión micropolítica. En efecto, la bedel introyecta una política de Estado, y más allá de su (des) conocida historia familiar, su acatamiento respecto de un modelo de conducta cívico y hegemónico tiene efectos precisos aunque también no deseados: detectar jóvenes fumando en el baño es una obsesión; desearlos secretamente es una compulsión. Finalmente, la libido se canalizará de un modo siniestro, lógico para el tiempo histórico en el que vive su personaje.

El último plano del filme, una soberbia panorámica del patio del colegio invadido paulatinamente por un sonido exterior que denota disturbios callejeros, es sencillamente formidable. Después, vendrán los créditos, aunque una interrupción repentina y pertinente permite descubrir que ese bullicio lejano pertenece al gran pueblo argentino que festeja en Plaza de Mayo una nueva aventura castrense. La perversión no tiene límites.