La mirada del colibrí

Crítica de Rolando Gallego - Lúdico y memorioso

El cine ecológico viene pisando fuerte. Cada vez es más la oferta de realizaciones que analizan con profundidad temas que acechan y amenazan al hombre hasta tanto que no comience a mirar las cosas con una orientación menos personalista y egoísta.

El realizador Pablo Leónidas Nisenson dice presente en la sección Ventana Documental del 31 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata con La mirada del colibrí (2016) con una propuesta que intenta acercarse a una problemática urgente, como la del avance de aguas a partir del inescrupuloso trabajo que realizan empresas constructoras de barrios privados y edificios en zonas en las que se debería proteger la flora y fauna.

La primera escena, apocalíptica, muestra escenas filmadas con drones sobrevolando hectáreas anegadas por el agua, que en la decisión de teñirlas de negro, también se expresa la posición que el director tendrá sobre el tema con el que trabaja. La idea que plantea es necesaria, no sólo porque necesita rápidas respuestas, sino que, además, requiere alguna decisión política que ponga freno a los daños generados.

Francisco se dedica hace más de 30 años a investigar, por su cuenta, y a su manera, el avance edilicio en detrimento del verde de la zona. En su búnker, llamado “El Campito”, en Pilar, pasa horas y horas de sus días realizando llamadas, redactando demandas, dialogando con biólogos y especialistas con los que intenta poder compatibilizar para llegar a acuerdos que permitan soluciones rápidas.

Pero mientras dedica sus días a esto, y frente al inevitable poderío de las empresas constructoras, que con su afán de seguir enriqueciéndose avanzan sobre esteros y humedales, Francisco propone una mirada, necesaria, sobre un cambio en el modelo productivo y cómo el hombre debe ser visto ya no como centro de la Tierra sino como una opción más dentro de ella.

Exitoso, hombre de familia, en determinado momento de su vida Francisco debió parar todo para poder comprender claramente que era aquello que le impedía conectarse con su entorno y los suyos y Nisenson lo acompaña, en su casa, durante sus largas caminatas con su familia y en las salidas para acercarse a los juzgados en los que presenta las denuncias y cómo su vida cambió radicalmente.

La cámara en mano, la cámara fija, las “autoentrevistas”, el archivo de exposiciones en universidades, todo lleva a configurar, rápidamente, una imagen sobre el personaje objeto del documental.

El director escoge, además, mostrar su relación con Francisco, desde su tarea previa de investigación, con el equipo, comprendiendo o asimilando el bagaje informativo y la verborragia que maneja para expresar sus ideas.

Allí, en esa decisión, el personaje por momentos se desdibuja, porque al cobrar protagonismo el equipo y Niseson, se borra la dirección clara y precisa que se había tomado con la exposición de Francisco y sus intereses.

En esa escisión, entre el discurso ecológico y la muestra del dispositivo y soporte, el extrañamiento que se configura en la pantalla no termina por superar la inexplicable necesidad del director de ponerse por encima de su objeto.