La maestra de jardín

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

La turbación en la pedagogía poética.

Hasta cierto punto se podría afirmar que en el campo del cine arty se suele considerar a la maximización de recursos bajo un signo negativo, contraproducente para esa fórmula festivalera que indica que “lo pequeño es hermoso”. Desde ya que existen las excepciones y que a veces la premisa aparece camuflada vía la máscara de una mayor efervescencia retórica, sin hacer evidente el crecimiento presupuestario. En consonancia con lo anterior, quizás el factor más interesante de La Maestra de Jardín (Haganenet, 2014), el segundo opus de Nadav Lapid, radique en el hecho de que habilita múltiples lecturas y extrema cada uno de los rasgos de su predecesora, la también inclasificable Policeman (Ha-shoter, 2011).

Si bien no carece de sutilezas varias, lo cierto es que la película invierte el planteo formal de antaño y lo magnifica a través de detalles que se van acumulando a lo largo del metraje: mientras que antes teníamos un desarrollo en paralelo dividido entre un agente de la fuerza pública que representaba el nacionalismo israelí actual y una militante radical que hacía lo propio con ese idealismo utópico incapaz de una verdadera conexión con el entorno social (ambas líneas confluían en el final), hoy en cambio descubrimos una historia que comienza con el encuentro de la docente del título y un nene de cinco años, otro par de “falsos opuestos” que comparten la angustia del insatisfecho (la alienación domina el panorama).

El catalizador central del relato es el cúmulo de poemas que el pequeño Yoav Pollak (Avi Shnaidman) improvisa/ recita en el jardín de infantes frente a los ojos extasiados de Nira (Sarit Larry), una maestra que de a poco se obsesiona con “rescatar” al joven de una familia abandónica y una sociedad que ve al arte lírico como un residuo anacrónico de un pasado remoto, completamente superado. Lo que comienza con las caminatas autistas de Yoav, sus vociferaciones y el interés de Nira en pos de resguardar el tesoro que se oculta detrás de los versos, pronto se vuelca hacia la turbación y se transforma en una psicopatía aguda que bordea la pedofilia, en base a una obcecación patológica y en ocasiones bastante tenebrosa.

La sensatez del realizador reside en su capacidad para retratar ese instante confuso en el que la curiosidad y las buenas intenciones mutan en una cruzada que habla más de la estructura psicológica de la persona que la emprende -y de sus vacíos emocionales- que de las injusticias que parecen motivarla. El carácter de Nira incluye elementos de los dos protagonistas de Policeman, por un lado la legitimación estatal por linaje (más allá de su rol como pedagoga, su esposo es ingeniero aeronáutico y uno de sus hijos está en el ejército), y por el otro la esperanza de un cambio futuro mediante acciones en el día a día (en esencia en torno a su hobby poético, con clase grupal y superposición de miradas críticas incluidas).

Resulta innegable que por momentos Lapid abusa del engranaje contemplativo y se pierde en sus floreos visuales, siempre bellos pero a veces innecesarios: en medio de travellings, planos subjetivos, interpelaciones y tomas secuencia que nos gritan la artificialidad del film, somos testigos del enrevesamiento actitudinal de la docente y el arcano que esconde Yoav. Shnaidman y Larry se lucen combinando el clásico laconismo de este tipo de convites y un gran desempeño en materia de una gesticulación francamente desconcertante, que parece poner de manifiesto cada una de las paradojas que despliega esta gesta fanática en función de un “reconocimiento” que se siente desfasado, tan extremo como ambiguo…