La luz del fin del mundo

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Una aventura de amor

Si bien en términos prácticos Luz de mi Vida (Light of my Life, 2019) es la segunda película de Casey Affleck como director y guionista, luego de la delirante I’m Still Here (2010), aquel ejercicio narcisista, detallado y semi documental centrado en el convulsionado estado psicológico de su amigote Joaquin Phoenix, la verdad es que el film que nos ocupa se siente como su verdadero debut en el marco de los largometrajes ficcionales porque sin duda acumula todas las características por antonomasia que suelen tener las óperas primas como realizadores de actores que apuestan a pasarse al detrás de cámaras: el trabajo utiliza una excusa de ocasión, aquí un contexto post apocalíptico en el que una pandemia redujo casi a la extinción a la población femenina, para ofrecernos una historia minimalista basada más en el desarrollo de personajes y la dinámica afectiva que en una progresión retórica clásica.

El mismo Affleck compone al protagonista sin nombre, el padre de una nena a la que llama Rag (Anna Pniowsky), abreviación de Raggedy Ann, jovencita a la que viste como varón y adiestra en tácticas improvisadas de supervivencia para que no sea secuestrada o violada en un mundo en donde la soledad, frustración y tristeza de la mayoría de los hombres no juega precisamente a favor de una convivencia pacífica o siquiera previsible (el Estado yanqui está casi ausente). Progenitor y vástago, ya con la madre (Elisabeth Moss) fallecida unos años atrás durante el estallido de esa misteriosa enfermedad que ahora parece contenida, recorren el interior estadounidense acampando en medio de bosques varios o metiéndose en las muchas casas vacías que dejó la peste, siempre temerosos de la presencia de extraños porque saben que en tiempos desesperados y crueles las estratagemas también suelen serlo.

Ubicándose en una comarca intermedia entre Niños del Hombre (Children of Men, 2006), La Carretera (The Road, 2009) y Viene de Noche (It Comes at Night, 2017), el film ofrece una experiencia sincera y disfrutable que sin embargo no se aparta demasiado de los latiguillos del thriller indie de ocaso de la humanidad y tampoco llega al nivel de virulencia de -por ejemplo- The Survivalist (2015), optando en cambio por privilegiar un enfoque humanista que hace énfasis en la relación entre padre e hija, tanto en lo que atañe al enclave extraordinario del relato (las múltiples amenazas que deben atravesar cortesía de terceros que se aparecen de la nada) como en lo referido al sustrato más mundano y/ o trivial (los inconvenientes del hombre para criar a una chica en soledad y para colmo teniendo que desplazarse de manera permanente, hasta viendo cómo la otrora residencia de sus abuelos hoy es ocupada por fanáticos cristianos). Affleck combina el drama de tomas fijas y diálogos profusos con el suspenso de cadencia tradicional vinculado al aislamiento de las regiones bucólicas, logrando muy buenos momentos en ambos rubros como la maravillosa charla sobre sexo y pubertad con Rag y el agitado -y abrumador- desenlace en su conjunto.

Más allá del hecho de que el director a veces abusa del ritmo narrativo aletargado y bien podría haber cortado alguna que otra escena autoindulgente en la línea de los diez minutos introductorios, Luz de mi Vida constituye una obra honesta que trata con respeto a las criaturas en pantalla, planteo que se agradece en un ámbito cinematográfico internacional contemporáneo -y hollywoodense sobre todo- que tiende a la homogeneización aniñada y empobrecedora. Affleck consigue capturar la dificultad intrínseca a la paternidad y los problemas que surgen al momento de transmitirles a los hijos nuestras preocupaciones de adultos, un esquema comunicacional lleno de obstáculos interpretativos y existenciales que deben salvarse con gran rapidez para garantizar la supervivencia de la joven en un periplo que no habilita la paciencia ni la comprensión escalonada de la información. El núcleo de la trama está en una conversación del dúo en la que el hombre le comenta a la niña que su mamá apreciaba mucho los instantes compartidos de la pareja -las vacaciones, por ejemplo- y los llamaba “aventuras de amor”, abrazando en simultáneo las minucias placenteras y tortuosas del compartir el viaje de la vida, justo como Rag y su progenitor hacen a diario…