La isla siniestra

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

Scorsese es el nombre de una isla

En el film más autobiográfico del director, el suspenso y el misterio, con elementos quizá fantásticos, se ponen al servicio de una narración en la que la emoción genuina aparece sólo de vez en cuando siguiendo los pasos de un crispado Leonardo DiCaprio.

El espectador atento de los films de Martin Scorsese sabe que la paranoia es un rasgo constitutivo de sus héroes o antihéroes (de hecho, sus personajes son más lo segundo que lo primero). Del seminal Harvey Keitel de ¿Quién golpea a mi puerta? al Howard Hughes recreado por Leonardo DiCaprio en El aviador, pasando –especialmente– por todos los De Niro de su cine, el protagonista scorsesiano siempre actúa como si el mundo fuera una vasta conspiración en su contra. Hay otra tendencia en el cine de Martin Scorsese: la de recuperar la gloria del cine clásico estadounidense. Se sabe de su esfuerzo por restaurar películas, de su voraz apetito por ver todo cine posible, de las citas que pueblan sus películas. De hecho, es difícil no reconocer detrás de una secuencia cualquiera de sus films otra, anterior y clásica, funcionando no como molde –Scorsese no copia ni plagia– sino como referencia a un acervo y a un hacer. En ese sentido, el cine de Scorsese es literalmente conservador. La combinación de estas ideas lleva a pensar que su gran dilema es si prefiere vivir en el mundo real o en el cine. La isla siniestra, que parece un film de suspenso y misterio con elementos quizás sobrenaturales, es su película más autobiográfica. Y es la primera en muchos años donde toma una decisión en la persona de su protagonista: Scorsese decidió vivir dentro de las películas.

El film transcurre en una época de paranoia, el 1954 de la era McCarthy en los EE.UU. Dos agentes federales llegan a una isla en la costa de Boston para investigar la desaparición de una interna en una institución mental que alberga criminales locos. Teddy Daniels (DiCaprio) ha sufrido una tragedia familiar –perdió a su mujer en un incendio, o eso creemos al principio– y el lugar donde van está dirigido por un médico aparentemente bienintencionado –Ben Kingsley– que experimenta nuevas formas humanas de tratar a sus pacientes. O quizás es sólo una pantalla para experimentos aberrantes –de paso, Daniels combatió a los nazis y vio la liberación de Dachau; vio, con sus propios ojos, un campo de exterminio– del gobierno estadounidense encaminados a lavar cerebros y vencer a los comunistas. O algo diferente, como se insinúa y descubre en la vuelta de tuerca final de la película (porque sí, tiene algo de M. Night Shyamalan la construcción tendiente a la sorpresa).

El film tiene problemas de construcción y tono. DiCaprio parece demasiado crispado y algunos de los personajes, demasiado caricaturescos (el profesor de Max Von Sydow). Estos “desarreglos” de la trama se justifican en parte por la sorpresa final. Y en parte no: DiCaprio está lejos del aspecto adulto que requiere su personaje. Pero en el fondo, el verdadero tema, una vez despejadas las incógnitas de tipo político y las policiales, es si optar por la vida real o por la construcción fantástica del cine. La obsesión por el Oscar que capturó hace años a Scorsese tiene que ver con eso: para el realizador, era la carta de ciudadanía en el mundo del cine tal como lo entendió siempre. Pero si Scorsese prefiere vivir dentro del cine, el problema es que ese cine parece ajeno, hecho de retazos y recuerdos de otros films, atravesado por la emoción genuina y por la invención sólo esporádicamente. Si la película funciona como film “de misterio” es más bien “a lo Boca”, empujando con fuerza en cada secuencia, sobrepoblada de elementos dramáticos o ambientales que causan un efecto visceral –pero en el fondo artificial– en el espectador. A veces, en medio de cada secuencia “potente” se cuela una emoción genuina, casi como pidiendo permiso. Pero lo que mantiene el interés es tratar de descubrir, como en un juego de ingenio, si lo que pasa es real o producto de la imaginación del protagonista. Scorsese termina sacando un empate por poco, con un gol de último minuto (producto de quebrar cierto clima infernal de la primera parte del film por otro más sosegado, como si el personaje pasara de la euforia a la depresión, pero cuya consecuencia es eliminar de cuajo el punto de vista del héroe) que explicita trabajosamente el misterio que viste la superficie del film. Y nos confiesa que la política, el psicoanálisis, los nazis, el crimen y hasta la religión como realidad y no como una ficción elegida le importan muy poco: prefiere vivir como un héroe dentro de las películas que como un monstruo (creador, que lo fue) en el mundo real. Scorsese, recuerde el espectador, siempre fue un documentalista que se encontró con la ficción casi por casualidad. La isla... no es más que un documental sesgado, el que Scorsese ya cree merecer.