La huérfana: el origen

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

LOS CHICOS CRECEN

Trece años después de La huérfana, aquel film con el que Jaume Collet-Serra se posicionaba en el terror tras La casa de cera, para después desmarcarse y nunca más volver, aparece La huérfana: el origen. Una precuela, tal como nos sugiere su título, que para empezar se enfrenta con un problema técnico. Una de las principales virtudes de la primera película era la interpretación de Isabelle Fuhrman, que en la ficción se hacía pasar por una mujer adulta en el cuerpo de una niña pero que, en la vida real, sí era una niña. Un factor que volvía a su trabajo mucho más interesante y perturbador. Claro, el tiempo pasó para todos, y ahora Fuhrman es una adulta que tiene que interpretar a una niña. La solución, como ocurre con varias cuestiones de esta película, corre más por cuenta del espectador que del apartado técnico. Quien decida renunciar al verosímil en favor de la diversión puede que la pase bien durante un rato, y que incluso se sorprenda. Pero fuera de eso no hay mucho más.

La historia nos ubica dos años antes de la primera película, en un psiquiátrico de Estonia que ya conocemos. Todo el arranque, que incluye el escape de Leena/Esther (Fuhrman) del lugar, y la posterior inserción dentro de una familia norteamericana, funciona por acumulación de violencia y absurdo. Las circunstancias que rodean al grupo familiar son un poco más enroscadas que la primera vez, y hasta la mitad la película avanza bastante rutinaria, con algunos chispazos de interés vinculados a la identificación de rasgos ya transitados. El origen de las pinturas de Esther, por ejemplo. Pero hasta ahí todo parece estancado en la repetición, hasta que el guión de David Coggeshall pega un volantazo y vuelve las cosas interesantes, para bien y para mal.

Como la gran revelación sobre la protagonista ya estaba dada en la primera película, acá lo que se propone como novedad es un giro que termina ubicando a Esther no tanto como heroína, pero si enfrentada a unos malos más malos que ella. La justificación del mal y la posible redención es algo que se viene desarrollando de un tiempo para acá, con villanos icónicos como el Joker o Cruella de Vil (que, con una historia de años a cuestas, pueden admitir algunos matices), pero también con villanos que gozan de cierta iconicidad, a los que a nadie le interesa que sean “buenos”. Se me ocurren el último Candyman, interpretado como un vengador en contra de la injusticia racial, o un caso más cercano al de Esther, el del hombre ciego de No respires, reconvertido en antihéroe en la secuela. Incluso en esos ejemplos, y siendo blandos, la conversión podría explicarse cronológicamente (antes malos y después, por alguna razón, menos malos), pero considerando que La huérfana: el origen es una precuela, la operación pierde todo sentido. El absurdo vuelve a tomar el centro de la escena, y eso, que en ocasiones puede llegar a ser saludable para el terror, acá no termina de cuajar.

El arrojo de varias de las decisiones de esta película, primero para escribirlas y después para llevarlas a cabo (cortesía del director William Brent Bell, un laburante del género sin demasiado vuelo), no deja de ser llamativo, pero eso no significa que sea suficiente. Puede que, como dijimos antes, La huérfana: el origen sea una película interesante (un término bastante terrible, que muchas veces enmascara descontento y otras no dice nada), pero dista mucho de su predecesora. Visualmente chata, y con una Esther a la que cuesta creerle su gracia con la edad, el riesgo argumental termina siendo anecdótico. Si queremos ponernos detallistas, podríamos reparar también en cómo el guión genera algunas inconsistencias narrativas con respecto a la primera entrega, pero mejor dejarlo acá. Tampoco da para enojarse tanto.