APENAS CORRECTA Inspirada en diversos casos ocurridos en España en los últimos años, 13 exorcismos es una muestra más del cine de terror industrial de dicho país, con un piso de calidad bastante aceptable, al menos en cuanto a valores de producción, pero al que le cuesta salir de la media. La película, dirigida por Jacobo Martínez, cuenta la historia de Laura Villegas (María Romanillos), la hija adolescente de una familia ultra católica, que durante una noche de fiesta con amigos (el tipo de evento que incluye alcohol, drogas y una sesión de espiritismo) es contactada por un -aparente- espíritu maligno: el fantasma de un doctor que mató a puñaladas a su mujer y ahorcó a sus hijas. Atravesada por la culpa, a merced de una madre (Ruth Díaz) convencida de que Dios castiga a la familia por los pecados de su hija, y con un padre (Urko Olazabal) que duda y hace lo que puede, Laura comienza un descenso al abismo. Perseguida por el espíritu, sólo encuentra consuelo en Lola (Silma López), la psicóloga del colegio, una mujer atea que considera que los problemas vienen más por el lado de la presión familiar que por el del castigo divino. Cuando la medicina no parece capaz de ayudar, los padres recurren a un viejo sacerdote, el padre Olmedo (José Sacristán), quien les revela lo que ya todos sabíamos: aquella fatídica noche, Laura fue poseída por el diablo, y la única opción es exorcizarla. Si bien sabemos cuál va a ser el tema de 13 exorcismos, la primera mitad mantiene el interés en base a los encuentros de Laura con el espíritu que la acecha; secuencias de horror de manual, pero ejecutadas con eficacia, con una cámara nerviosa que cierra los planos sobre el cuerpo y el rostro de la actriz, generando asfixia. Esa sensación de que no hay salida, que se relaciona con lo sobrenatural pero también con una dinámica familiar vencida por la carga religiosa, es quizás lo mejor que tiene la película para ofrecer. Un escalón más abajo está la exposición de los distintos puntos de vista, que encuentran su forma en la madre y el cura (la fe), la psicóloga (la razón) y el padre, cuyo único deseo es que su hija se salve, más allá de las creencias. A través de ese cruce de miradas el relato encuentra la manera de abrirse y de generar una sana ambigüedad sobre lo que vemos, aunque lo bueno dura poco. Cuando 13 exorcismos comienza con, justamente, los exorcismos, la película se vuelve mucho menos interesante. Un compendio de lugares comunes vistos mil veces en el subgénero sobre posesiones demoníacas, filmados a reglamento y sin voluntad por diferenciarse. Incluso, con algunos momentos involuntariamente cómicos, auspiciados por la vergüenza y el desconcierto. El final, algo inesperado, llega a tiempo para evitar que la cuestión se derrumbe por completo, pero la sensación que nos queda está en lo que dijimos al principio: un cine de terror moderado y profesional, que no genera odios ni tampoco amores. Al igual que tantas otras en el último tiempo, 13 exorcismos es, como nos gusta decir a los críticos, una película apenas correcta.
UNA PELÍCULA HIJA DE POOH Un slasher con Winnie the Pooh. La idea, que por un instante puede resultar atractiva (no tanto como una película para ver, sino más bien para saber que existe), surge de una cuestión legal: en enero de 2022, los derechos del osito amarillo y compañía, creados por Alan Alexander Milne, pasaron a ser de dominio público. A raíz de esto, al productor y director Rhys Frake-Waterfield se le ocurrió que podía funcionar una historia de terror donde los populares animalitos antropomorfos fueran los asesinos. Y tenía razón. Desde que se anunció, Winnie The Pooh: miel y sangre no paró de acumular expectativas y, al día de hoy, la recaudación ya superó con creces el discreto presupuesto. Un éxito comercial genuino. Después, claro, está la película en sí: una experiencia agotadora en el peor de los sentidos, que no merece demasiada atención más allá de -repetimos- la anécdota de su existencia. Pero como esto es una crítica de cine, no nos queda otra. La introducción de Winnie The Pooh: miel y sangre, por lejos lo mejor de la película, nos cuenta en formato animado la historia de un niño llamado Christopher Robin, que se hace amigo de unas criaturas en el bosque de los 100 Acres. Los mutantes mitad humanos – mitad animal crecen junto al niño, hasta que éste, ya adulto, se marcha a la universidad. Solos, marginados y hambrientos, optan por comerse a uno del grupo (el depresivo burro Igor), y ese acto los transforma en salvajes. Llenos de odio y resentimiento, deciden abandonar cualquier rasgo de civilidad, y se convierten en una leyenda sanguinaria del bosque. El presente, cinco años después, nos presenta dos caminos que conducen de nuevo al punto de origen. Por un lado, el propio Christopher, que vuelve al bosque junto a su novia, con la esperanza de reencontrarse con sus viejos amigos. Por el otro, María, una joven con un episodio traumático a cuestas, que por recomendación de su terapeuta se toma unos días de descanso con amigas en una casa de campo, justo al lado del bosque. Una vez señaladas las víctimas, aparecen los verdugos: el oso Pooh y el cerdo Piglet, los dos sobrevivientes del frenesí homicida iniciado por ellos mismos años atrás. Armados con la utilería clásica del slasher (es decir, herramientas), se lanzan a la cacería sedientos de sangre y venganza. Para intentar disfrutar de Winnie The Pooh: miel y sangre habría que suspender el verosímil, y no hablamos sólo de aceptar la situación de un oso y un cerdo, ambos con forma humana, matando gente. Nos referimos a aceptar que las condiciones mínimas para que una historia de terror funcione, no van a estar. Ni en la forma ni el fondo. Y no se trata tampoco de una cuestión de presupuesto, porque se sabe que la voluntad y la imaginación pueden reportar grandes resultados. Acá sucede lo siguiente: una vez establecido el concepto, lo que queda es entregarse a la explotación. Porque eso es esta película, cine exploitation, pero con una carencia asombrosa de inventiva y de ganas. Es como si los responsables, después de pegarla con la idea del slasher con Winnie The Pooh, se hubieran quedado sin energía para llevarla a cabo. Lo que vemos entonces es un trámite apurado y mal editado, con ecos de otras películas que no funcionan ni como cita ni como robo, y con una pretendida seriedad que vuelve todo mucho peor. Porque si Winnie The Pooh: miel y sangre decidiera al menos entregarse a lo bizarro, a la explotación pura y dura, probablemente no sería una buena película, pero quizás sería divertida. La falta total de sentido del entretenimiento que aparece por cada rincón de esta producción, despierta inevitablemente ese tufillo a estafa. Sabíamos que veníamos a comprar algo barato, pero nos dieron algo roto que no se puede arreglar. ¿Conclusión? Ojalá le toque a algún otro redactor de este sitio cubrir la secuela. Si quiere, lo acompaño hasta la puerta y lo espero para tomar algo después.
TRADICIÓN Y MALAS DECISIONES El terror en España es ya un género consolidado, con varios estrenos por año, realizadores de renombre y algunos clásicos instalados en la memoria de los espectadores. Víctor García, el responsable de Comunión con el diablo, no es uno de estos directores de peso, pero sí es un laburante. Un artesano con oficio, que tras su paso por Hollywood (dirigió una de las tantas secuelas horribles de Hellraiser) vuelve a su tierra natal con una película de terror a la vieja usanza. La intención, aunque no salga del todo bien, implica cierta valentía, en una actualidad donde el género ya no parece conformarse con asustar y entretener, sino que debe ser otra cosa. No por nada la acción se ubica a fines de los 80; hay una decisión estética, narrativa y también generacional, porque en más de una ocasión la película nos remonta a ese espíritu de videoclub. Una concepción del terror mucho más lúdica y despreocupada, que hoy se ve y se analiza de manera reivindicatoria, pero que por entonces no pretendía más que eso: sangre y diversión para una platea gozosa. El prólogo nos ubica en un pueblo de España, donde una mujer, en apariencia perseguida por una entidad maligna, se suicida clavándose un tenedor en el cuello. Cuatro años después, en el mismo pueblo, aparece nuestra protagonista: Sara (Carla Campra, una scream queen por derecho propio), la hija mayor de una familia que lleva poco tiempo en el lugar, y que atraviesa una situación económica difícil. Después de una fiesta, Sara y su amiga Rebe (Aina Quiñones) toman dos decisiones discutibles: la primera es la de subirse al auto del dealer del pueblo, y la segunda es la de bajarse del auto, después de ver en el medio del bosque, por un segundo, a una niña vestida de comunión. Sara, que no conoce la leyenda en torno a ese personaje, insiste con que hay que localizar a la niña, y sigue el rastro hasta encontrarse con el siguiente escenario: un perro ahorcado, atado a un árbol, y debajo una muñeca antigua y sucia, por demás inquietante. Por supuesto, Sara hace lo que hay que hacer en este tipo de películas, y se lleva la muñeca en la cartera. Lo que sigue es lo que ya sabemos. Hay una maldición, y un grupo de personajes que tiene que enfrentarla antes de que sea demasiado tarde. En el aspecto formal, hay un uso notable de los efectos prácticos, lo que le otorga a las secuencias de horror verosimilitud y un guiño nostálgico. Luce de otra época, sí, pero está bien. Narrativamente, y sobre todo en el tramo que va desde el descubrimiento hasta la confrontación final, la película recurre a una fórmula probada y efectiva: un grupo de jóvenes, cada uno con su historia personal a cuestas, se asocia para combatir a un mal que los acecha por separado. Reminiscencias de Stephen King, pero también de Pesadilla en Elm Street, y de todas las sucesivas reescrituras. Incluso de esa vuelta que hubo a principios de los 2000, con Destino final a la cabeza. Si Comunión con el diablo no es una mejor película, es porque no logra construir un Mal a la altura. Es entretenida, y se las arregla para que podamos empatizar con los protagonistas, pero la maldición que los persigue no consigue ser del todo relevante. Para peor, se resuelve de manera fácil, para decirnos en los minutos finales que en realidad no se resolvió. Un giro bastante común en el cine de terror, pero que acá peca por partida doble. Por un lado, esquiva cualquier posible victoria para los personajes, algo que contradice el espíritu previo de lo que vimos. No hace falta que se salven todos, ni mucho menos, pero ya que tenemos una final girl con todos los ingredientes para serlo… Por otro lado, echando tierra sobre el ya mencionado uso de los efectos prácticos, cuando el monstruo verdadero muestra la cara, lo hace con un CGI espantoso que nos hace putear a la pantalla. Y así nos vamos, con una sensación agridulce que pronto se disipa, porque tampoco es para tanto. La película lo intentó, pero al otro día tal vez ya la habremos olvidado.
ORFANDAD ¿Se puede pensar en Creed sin pensar en Rocky? Dejando afuera los motivos que ya todos conocemos (la disputa legal entre Stallone y el productor Irwin Winkler), al enfrentarnos a Creed III la pregunta se vuelve ineludible. Mal que les pese a muchos, el final de la segunda parte ofrecía una suerte de cierre para el histórico boxeador: al final de la pelea contra Viktor Drago, Rocky le decía a Adonis que ahora le tocaba hacerse cargo y, después, de espaldas, nos regalaba un plano bellísimo que resumía ese cambio de mando. Luego, Rocky se animaba a visitar a su hijo y, finalmente, cruzaba la puerta hacia esa redención familiar. Fin de la historia del Semental Italiano, una de las más grandes de la historia del cine, con un Stallone en estado de gracia durante esos rounds finales. Entonces, Creed III. Cuando se supo que Michael B. Jordan se encargaría de la dirección, el fan promedio tuvo un poco de miedo. Me incluyo. No solo por la inexperiencia del actor detrás de cámaras, sino porque, sin la presencia del dúo Rocky/Stallone, Jordan podría desbordarse con su personaje. Si bien la primera y la segunda son películas notables (sobre todo la primera), lo cierto es que Adonis Creed es una figura sin demasiado contexto más allá de ser el hijo de Apollo y el alumno de Rocky. Su evolución narrativa funciona rebotando contra estos dos linajes. Si ampliamos la visión por fuera de esta dinámica, aparecen las inconsistencias, como por ejemplo: el hecho de que a Adonis no se le conozca ningún amigo. Es algo que no nos importa durante las primeras entregas, pero que se vuelve una preocupación cuando hay que empezar a pensar en Creed sin Rocky. Así aparece Damian “Dame” Anderson, el antagonista de la película. Lo conocemos al principio, en una secuencia destacable en la que un Adonis adolescente lo acompaña a una pelea de los Golden Gloves. Después algo pasa, “Dame” termina preso y los caminos se separan hasta el presente de Creed III, dieciocho años después. Adonis, ya retirado, pasa sus días como promotor de boxeo, disfrutando de las mieles del éxito junto a su esposa Bianca y su hija Amara. Todo parece ir bien, hasta que “Dame” (interpretado por Jonathan Majors) reaparece y se infiltra en la vida de Adonis con un propósito claro: recuperar el tiempo perdido peleando por el título mundial. Desde el vamos y sin ninguna culpa, Jordan decide apartarse del camino instalado por los dos films previos. Construye un conflicto para Adonis que nada tiene que ver con su padre o con su antiguo entrenador, y se permite otorgar cierta oscuridad al personaje, una ambigüedad moral que antes no exhibía. Purismos aparte, la operación reviste cierto interés y también riesgo, aunque ambas cuestiones, lamentablemente, se quedan en los papeles. Si en Creed estaba la promesa y en Creed II la consolidación, acá se intenta elevar la figura de Adonis a un status de leyenda, que es algo que se dice pero nunca se ve. Lo vemos hacer su última pelea en Sudáfrica, escuchamos en boca de periodistas que es uno de los mejores boxeadores de los últimos tiempos, pero esa gloria nunca se vuelve palpable. Quizás envalentonado por su debut, Jordan establece también una diferencia formal respecto de sus predecesoras. El modo en que filma los combates, que surge a partir de una concepción más matemática del boxeo (algo que Adonis no tenía hasta ahora, pero que según la película tuvo siempre), la aleja del realismo de la primera, pero también de la épica de la segunda. Termina por ubicarse en un lugar incómodo, de difícil ingreso para el espectador. Es algo que se extiende a lo largo de un guion que está lleno de diálogos y explicaciones, en la que probablemente sea la película más hablada de Creed. Como ya conocemos a los personajes y en principio nos importan sus conflictos, durante un rato se mantiene el interés. Curiosamente, lo familiar termina por ser lo que mejor trabaja Jordan, sobre todo en lo que se refiere a la relación de Adonis con su hija. Pero cuando tiene que ser una película de boxeo y, más aún, parte de una herencia gigantesca, las cosas se le complican. Sin demasiada opción, volvemos a Rocky. Su sola presencia, y su propia carga histórica y sentimental, bastaban para dotar a las dos primeras Creed de una carnadura emocional que funcionaba siempre. Fuera del vínculo paterno-filial, que ocupa una porción mínima del relato, a Creed III le resulta casi imposible dotar a sus personajes de humanidad. Se mueven por la narración cumpliendo roles para decir esto o aquello (un caso notable es el de Duke), pero son incapaces de impactar o conmover. La épica deportiva, uno de los grandes valores del cine norteamericano, que funciona más allá de Rocky pero probablemente a causa de Rocky, acá nunca consigue tomar cuerpo. Recordando de repente que es una película de boxeo, en determinado momento Creed III apura una secuencia de entrenamiento con montaje paralelo, para entregarse después a la pelea final. Un espectáculo visualmente impactante, pero también sobre explicado y con algunas decisiones formales difíciles de defender. A modo de cierre, voy a decir que como entusiasta tanto de Rocky como de Creed, tenía la esperanza de que esta nueva entrega pudiera decir algo propio. Y lo dice, pero huyendo de un legado del que es imposible escapar, a menos que se decida aceptarlo y transformarlo en materia viva, en algo nuevo que no reniega del pasado. Si esta fuera una película aparte de boxeo, sobre dos amigos separados por la tragedia, que se reencuentran ya adultos y se convierten en rivales, la cosa podría funcionar. Pero es una película de Creed, que es un desprendimiento de Rocky, y esa herencia es inevitable. Con una mano en el corazón, no espero que vuelva Stallone para las siguientes entregas, pero sí que Jordan encuentre un balance entre imagen y guion y, sobre todo, que pueda dotar de emociones genuinas a su personaje. Nos queda esperar.
UNA OFRENDA QUE NO QUIERO Como el porno, el terror parece rendir siempre. Funciona en las carteleras, en los servicios de streaming, en todos lados. No hablamos de éxitos masivos (aunque a veces los hay), pero sí de un género capaz de repetir la misma fórmula una y otra vez, y aun así atraer espectadores. En el fondo tiene que ver con la experiencia sensorial, con la posibilidad de sentir miedo. Por eso el terror siempre encuentra su lugar entre los jóvenes: es un espectáculo desafiante para los sentidos. Un espacio habilitado para disfrutar viendo cómo otros la pasan mal y cómo, en muchos casos, mueren de maneras horribles. La cosa sana. Claro que, para quien consume este cine desde hace tiempo, la repetición de estructuras y conceptos alcanza un límite; hace falta algo más, un valor agregado que distinga a esa película por sobre el resto. Pero ojo, no hablamos de un terror pretencioso o “elevado”, porque así como una buena hamburguesa con queso le gana a cualquier otra con ingredientes exóticos, una película de terror con voluntad para el susto (y sangre en las venas) le termina ganando a cualquier Ari Aster. Si los responsables le ponen ganas y entienden por dónde pasa el compromiso del género con el público, es muy probable que funcione. El acierto pasa más por la ejecución que por la novedad. Ofrenda al demonio, dirigida por Oliver Park, no tiene ganas ni voluntad. Apenas quizás una distinción temática: ocurre dentro de una comunidad judía ortodoxa en Nueva York, un ámbito poco frecuente para el terror (hay antecedentes, como es el caso de The Vigil, de 2019). Art es el hijo del dueño de una funeraria, que vuelve a casa con su esposa embarazada para intentar sanar el pasado y, de paso, utilizar a su padre para solucionar unos problemas económicos. En paralelo, un miembro anciano de la comunidad, volcado a lo esotérico después de la muerte de su mujer, invoca a un demonio ancestral. Las dos líneas se cruzan cuando el cuerpo del viejo va a parar a la funeraria, llevando consigo a esta entidad que, según la leyenda, se roba a los niños. Incluso a aquellos que todavía no nacieron. Si somos justos, la escena inicial de Ofrenda al demonio no está mal. Tiene algunos efectos berretas, pero nos introduce al tema y nos deja expectantes. El problema viene inmediatamente después, cuando aparecen los protagonistas. Dos actores que no logran conectar nunca para dar forma a un matrimonio y a la crisis que vendrá. Desde ahí se plantea una anti naturalidad de la que resulta imposible escapar, a menos que la película decida correrse de sus personajes y apostar a la creación de climas. Adivinaron: no lo hace. Desaprovechando el espacio de la morgue y la casa, que ofrecía la posibilidad de jugar con la sugerencia y el fuera de campo, Park decide volverse efectista y sacudir al espectador con algunos jumpscares, más un demonio hecho con CGI que parece una cabra estirada. Decimos “sacudir”, pero ocurre lo opuesto: lo que se impone es la indiferencia. Si le sumamos una sección intermedia larguísima, con conflictos imposibles de llevar a cabo por los intérpretes, y concluimos con veinte minutos de lucha contra el Mal, con idas y vueltas filmadas a los tumbos, lo que queda es una película lisa y llanamente mala. Genérica en el peor de los sentidos, olvidable con toda justicia. Por lo menos con el porno, a menos que las cosas se pongan raras o falle la propia biología, la satisfacción llega en algún momento. Con Ofrenda al demonio, ni siquiera eso.
CALOR, TEATRO Y DEMONIOS CRIOLLOS Ya desde el arranque, con una voz en off que discute la veracidad de lo que está contando, Legiones se plantea como un ejercicio autoconsciente, y aunque más adelante el tono se vuelva un poco más “serio”, esa ligereza general le permite sortear algunos de los problemas que tiene. La historia transcurre en dos tiempos: los años 80 en la selva misionera, donde Antonio, un joven brujo chamán, intenta proteger a su hija de los demonios que la acechan, y el presente, con el protagonista ya anciano, internado en una institución de salud mental. Ese mal que parecía haber quedado en el pasado reaparece, y Antonio tiene que idear un plan para fugarse y salvar a su hija, que lleva años sin hablarle. Uno de los grandes inconvenientes que suele tener el cine de terror nacional está ligado a las actuaciones, que casi siempre parecen estar en un tono disonante, que atenta contra el verosímil. Acá la suerte es otra: el acierto de poner a un intérprete sólido como Germán de Silva en la piel de Antonio abre la posibilidad para que Fabián Forte juegue con distintos registros, que van del horror pleno a la comedia, y que por lo general funcionan. El caso de los secundarios también es notable, en especial con el grupo de pacientes de la institución que lleva adelante una adaptación teatral de las experiencias de vida de Antonio. En esos ensayos, y en los intercambios que se dan sobre la representación del horror y su credibilidad, es donde la película explota su veta más auténtica, vinculada a la parodia y a los límites del género en el que se inscribe. Cuando quiere decantarse por una resolución más cercana a lo fantástico (y, además, busca generar emociones a partir del vínculo paterno filial), Legiones se entorpece. Toda la secuencia final carece de la singularidad previa, e incluso pareciera perder un poco la pericia técnica y la creatividad artesanal; esa fuerza combinada que hasta entonces nos había ofrecido poseídos y demonios a la altura de los ejemplos emblemáticos, de Linda Blair para acá. A pesar de esto, por un buen rato la película de Forte consigue dar forma a una suerte de horror criollo; una manera de entender el género alejada de la tentación de lo bizarro, y con una convicción por entretener y asustar en partes iguales. No es poco.
PAPÁ ESTÁ MUERTO El cine de terror nacional tiene un gran problema que hasta ahora no parece poder resolver: salvo en contadas excepciones (una de ellas es Maxi Ghione en Aterrados), la calidad de las actuaciones nunca supera la media, y hasta podría decirse que apenas alcanzan ese nivel. Es algo que suele conspirar contra el resultado de las películas, que por otro lado (y de manera más evidente en el último tiempo) cuentan con directores capaces de combatir la falta de presupuesto con talento y creatividad. Quizás la culpa no sea entera de los intérpretes, quizás tenga que ver con una dirección de actores problemática, con guiones que no logran delinear personajes que integren las influencias externas con la idiosincrasia nacional, pero sin caer en el costumbrismo o en la exageración. Podríamos seguir pensando, pero lo cierto es que no llegaríamos a ningún lado, y la cuestión es otra: sería fácil pegarle a El cadáver insepulto por sus actuaciones, que siempre parecen desajustadas y son la primera barrera a la hora de adentrarse en la película (la excepción sería Mirta Busnelli, que también está mal, pero que después de su participación en Los olvidados continúa indagando un camino de ridiculez y falopa absolutamente querible). También sería injusto, porque lo cierto es que la película de Alejandro Cohen Arazi tiene algunos méritos que la vuelven atendible. La historia sigue a Maxi (Demián Salomón), un psiquiatra radicado en Buenos Aires que decide volver a su pueblo después de un llamado de su hermano, que le avisa de la muerte del padre. Claro que los lazos que unen a estos personajes no son de sangre, sino de un pasado común, en el que el hombre fallecido crió a un grupo de muchachos huérfanos en una casona en el campo. Los introdujo al negocio familiar (el matadero, con ecos de La masacre de Texas que luego se repetirán), y también a ciertas prácticas que provocaron la fuga de Maxi en su adolescencia. Acechado por alucinaciones, llega al pueblo para encontrarse con un escenario macabro: días después de la muerte, el cadáver de su padre adoptivo continúa sentado a la mesa, y sus hermanos (que con los años alcanzaron todos los puestos de poder de la región) parecen estar de acuerdo, le dicen que espere, que ya va a llegar el momento. Después, como corresponde, todo empieza a retorcerse. El film de Cohen Arazi busca hablar de las relaciones de poder y de los terribles mandatos familiares, y en ese sentido funciona a medias. Hay personajes que parecen puestos ahí para sumar a la idea de que todos son parte de una conspiración, pero que en verdad están apenas esbozados y es poco lo que aportan (como Anita, la ex novia de Maxi). Si bien es cierto que el grupo de hermanos cubre todos los estereotipos posibles del pueblo chico, se vuelve efectivo a partir de un espíritu caníbal, clase B y artesanal, que se alimenta de múltiples referencias y lugares conocidos. A mitad de camino entre el homenaje y la autoconsciencia (con momentos donde puede vislumbrase que los implicados se están divirtiendo), la película se desentiende de la quimera absurda de la originalidad, y avanza hacia un terror que genera climas y perdura con imágenes. Esa criatura entre lo humano y lo animal que agoniza en el bosque, la visita al matadero, el padre muerto sostenido por sus hijos al mejor estilo Fin de semana de locura. A pesar de sus problemas, y de un final que seguro funcionaba mejor en los papeles (y que los actores no logran sostener sin que el impacto se diluya), El cadáver insepulto cumple como un entretenimiento desvergonzado, incluso incorrecto, que hasta parece salido de otra época. Una más de la sección “Terror” del videoclub, o de las que aparecían en el cable a la noche; una de esas películas muy parecidas entre sí, que no necesitaban demasiado para divertirnos, pero hecha en Argentina.
LOS CHICOS CRECEN Trece años después de La huérfana, aquel film con el que Jaume Collet-Serra se posicionaba en el terror tras La casa de cera, para después desmarcarse y nunca más volver, aparece La huérfana: el origen. Una precuela, tal como nos sugiere su título, que para empezar se enfrenta con un problema técnico. Una de las principales virtudes de la primera película era la interpretación de Isabelle Fuhrman, que en la ficción se hacía pasar por una mujer adulta en el cuerpo de una niña pero que, en la vida real, sí era una niña. Un factor que volvía a su trabajo mucho más interesante y perturbador. Claro, el tiempo pasó para todos, y ahora Fuhrman es una adulta que tiene que interpretar a una niña. La solución, como ocurre con varias cuestiones de esta película, corre más por cuenta del espectador que del apartado técnico. Quien decida renunciar al verosímil en favor de la diversión puede que la pase bien durante un rato, y que incluso se sorprenda. Pero fuera de eso no hay mucho más. La historia nos ubica dos años antes de la primera película, en un psiquiátrico de Estonia que ya conocemos. Todo el arranque, que incluye el escape de Leena/Esther (Fuhrman) del lugar, y la posterior inserción dentro de una familia norteamericana, funciona por acumulación de violencia y absurdo. Las circunstancias que rodean al grupo familiar son un poco más enroscadas que la primera vez, y hasta la mitad la película avanza bastante rutinaria, con algunos chispazos de interés vinculados a la identificación de rasgos ya transitados. El origen de las pinturas de Esther, por ejemplo. Pero hasta ahí todo parece estancado en la repetición, hasta que el guión de David Coggeshall pega un volantazo y vuelve las cosas interesantes, para bien y para mal. Como la gran revelación sobre la protagonista ya estaba dada en la primera película, acá lo que se propone como novedad es un giro que termina ubicando a Esther no tanto como heroína, pero si enfrentada a unos malos más malos que ella. La justificación del mal y la posible redención es algo que se viene desarrollando de un tiempo para acá, con villanos icónicos como el Joker o Cruella de Vil (que, con una historia de años a cuestas, pueden admitir algunos matices), pero también con villanos que gozan de cierta iconicidad, a los que a nadie le interesa que sean “buenos”. Se me ocurren el último Candyman, interpretado como un vengador en contra de la injusticia racial, o un caso más cercano al de Esther, el del hombre ciego de No respires, reconvertido en antihéroe en la secuela. Incluso en esos ejemplos, y siendo blandos, la conversión podría explicarse cronológicamente (antes malos y después, por alguna razón, menos malos), pero considerando que La huérfana: el origen es una precuela, la operación pierde todo sentido. El absurdo vuelve a tomar el centro de la escena, y eso, que en ocasiones puede llegar a ser saludable para el terror, acá no termina de cuajar. El arrojo de varias de las decisiones de esta película, primero para escribirlas y después para llevarlas a cabo (cortesía del director William Brent Bell, un laburante del género sin demasiado vuelo), no deja de ser llamativo, pero eso no significa que sea suficiente. Puede que, como dijimos antes, La huérfana: el origen sea una película interesante (un término bastante terrible, que muchas veces enmascara descontento y otras no dice nada), pero dista mucho de su predecesora. Visualmente chata, y con una Esther a la que cuesta creerle su gracia con la edad, el riesgo argumental termina siendo anecdótico. Si queremos ponernos detallistas, podríamos reparar también en cómo el guión genera algunas inconsistencias narrativas con respecto a la primera entrega, pero mejor dejarlo acá. Tampoco da para enojarse tanto.
UN CRIMEN DISCUTIBLE EN EL SUR PROFUNDO Son los años 60 en Estados Unidos. En los pantanos de Barkley Cove, un pueblo pesquero de Carolina del Norte, aparece el cadáver de un hombre. Casi de inmediato, tanto las autoridades como la mayoría de los lugareños apuntan a la Chica Salvaje, una mujer que vive aislada en una casa dentro de la marisma. Sobre ella corren rumores, que van desde acusaciones de brujería hasta considerarla el eslabón perdido, pero son pocos los que parecen conocerla realmente. Uno de ellos, un abogado ya retirado, decide defenderla en el juicio por homicidio, pero antes necesita escuchar su versión. Y es así como la Chica Salvaje, desde su celda, comienza a relatar su historia. Basada en la novela de Delia Owens, La chica salvaje arranca como un policial, con su posterior instancia jurídica, pero pronto deriva hacia un territorio que la emparenta con la literatura de Carson McCullers, Flannery O’Connor y Harper Lee. En una geografía digna del gótico sureño, la historia de Kya, la Chica Salvaje (interpretada por Daisy Edgar Jones) está atravesada por la pobreza, la pérdida y la soledad, con la familia como un concepto que arrastra anhelos y desgracias. Ese primer tramo, que narra la infancia de la protagonista en la forma de un largo flashback, funciona como un relato de iniciación en un contexto violento. Ahí, la directora Olivia Newman logra articular la hostilidad interna, la del padre abusivo y la madre que se va, con la externa, donde casi toda la población rechaza a Kya y la convierte en objeto de burlas y prejuicios. Cuando la protagonista crece también crecen los problemas, no solo para ella sino además para la película, que ingresa en un terreno edulcorado y opuesto a lo que veníamos viendo. Tal vez haya una intención de contrastar entre lo malo, lo bueno y nuevamente lo malo, pero lo cierto es que incluso desde lo formal, promediando la mitad, la película se vuelve un poco torpe, con planos que la asemejan a ciertas historias juveniles de amores contrariados. Siendo justos, toda la cuestión de la observación de la naturaleza y la relación que Kya entabla con ella, a partir del estudio y de los dibujos, tiene su cuota de interés, y equilibra un poco la que seguramente sea la parte más aletargada del film. El problema mayor viene después, con el final, y es casi imposible analizarlo sin revelar el giro decisivo de la trama. Pero podemos decir que es cuanto menos polémico, y que sin dudas abre interrogantes sobre las verdaderas intenciones de la película. El conflicto no aparece por el hecho en sí, sino porque traiciona y casi que invalida lo visto hasta ese momento, en una historia que parecía decir que la justicia en la corte sí podía ser justa. Podríamos establecer una relación con El secreto de sus ojos y su también polémico final, aunque en aquella película, la noción de justicia por mano propia podía considerarse sustentada por el fracaso previo de la Justicia como institución. Lo que sucede acá termina por parecerse más a un grito de guerra, que además de no sostenerse narrativamente (pasado el impacto, lo pensamos dos segundos y no tiene sentido), atenta contra una película interesante y con algunos méritos.
TEMBLORES EN EL CIELO Con el antecedente de las dos primeras películas de Jordan Peele, lo que propone ¡Nop! puede desconcertar. En los meses previos al estreno, los avances y los posters fueron bastante crípticos, pero lo que quedaba en claro era que, sea cual fuera la amenaza o el misterio, venía de arriba. Del cielo. Quedaba la duda, con cierto prejuicio, sí, pero también con conocimiento de las intenciones y obsesiones de Peele, sobre cómo una historia de extraterrestres iba a entroncar con la crítica social y la cuestión racial. Lo cierto es que ¡Huye! fue un debut auspicioso para Peele como director; una película ingeniosa que funcionaba mejor cuando se entregaba al desparpajo, que cuando pretendía dar cátedra y engrosaba el trazo de su discurso. No sabemos si el antes comediante se creyó el rol de salvador negro de Hollywood (como la crítica lo encumbró), pero a partir de esa película su nombre empezó a aparecer asociado a producciones tan profesionales como patoteras, abrumadas ideológicamente. Productos como Lovecraft Country o la nueva Candyman, prometedoras en la superficie pero, finalmente, víctimas de tener que portar un mensaje antes que una historia. Por suerte para nosotros, esa incógnita llamada ¡Nop! se revela como una película donde Peele parece más consciente de sus capacidades, trabajando lo racial sin desbordes y concentrándose en el espectáculo. Moviéndose del terror hacia la ciencia ficción, con un uso noble de los géneros: no como instrumentos panfletarios (de una causa, o de la necesidad del director de mostrarse como un artista elevado), si no como el territorio ideal para hablar del Cine con mayúsculas, que es el tema de fondo de ¡Nop! La historia es la de dos hermanos, O.J. (nombre que le sirve a Peele para hablar de racismo con un chiste sutil), interpretado por Daniel Kaluuya, y Emerald (Keke Palmer), dueños de un rancho donde entrenan caballos actores. Herederos de un linaje que los remonta a los inicios del cine, con un antepasado que fue el primer jinete filmado, los hermanos sobreviven a la crisis del negocio mientras lidian con la muerte del padre (Keith David), fallecido en circunstancias extrañas al comienzo del film. Cuando una noche O.J. avista entre las nubes lo que podría ser un plato volador, Emerald decide capitalizar el descubrimiento. Capturar en imágenes el fenómeno y venderlas al mejor postor. A partir de ahí, con los intentos por llevar a cabo el plan y los personajes que empiezan a cruzarse, la película propone un recorrido por algunos exponentes del imaginario sobre ovnis y monstruos. Encuentros cercanos del tercer tipo, Tiburón y la presencia innegable de Terror bajo la tierra, con una criatura que opera de manera similar a los graboides, pero cambiando la tierra por el cielo. Claro que el diálogo que Peele entabla con esas películas no se agota en la referencia, si no que le sirve para oponer la tradición con la actualidad, y preguntarse sin nostalgia si acaso el pasado fue mejor. La misma tensión aparece con los distintos formatos con los que se intenta documentar al monstruo, desde cámaras de vigilancia con la última tecnología hasta una vieja cámara de fotos en un parque de atracciones. Y es en ese parque donde se cifra el intercambio más profundo entre el hoy y el ayer, con ese espectáculo que parece construirse sobre los escombros de otra época. Si nuestra intención es hilar más fino, podemos pensar que en ¡Nop! el cine aparece como patria y como amenaza, un lugar donde el afán por domar a las bestias -literales y simbólicas-, por capturar absolutamente todo, puede tener consecuencias terribles. Es una de las lecturas posibles que se pueden hacer a la subtrama del chimpancé y el programa infantil, que abre la película de manera acertada e inquietante. Incluso si quisiéramos ir más profundo con lo expresado sobre “patria” y “amenaza”, podría pensarse en la lucha de estos dos hermanos negros contra una criatura del espacio, como una alegoría de Peele sobre la lucha real de la comunidad negra dentro de la historia de Hollywood; ya no hablemos de la historia de Estados Unidos. Pero quizás sea ir demasiado lejos, porque en definitiva lo mejor de ¡Nop! es que termina funcionando como una de esas películas en las que se referencia. A pesar de los excesos discursivos que se le pueden reprochar, lo cierto es que la apuesta de Peele como realizador es visualmente impecable (el aspecto de tela de la criatura es discutible, aunque quizás esté inspirado en una pantalla de proyección), consistente en la narración, imaginativa y, lo mejor: permeable a los momentos de locura y de humor, como ese choque acelerado de manos entre Em y O.J. antes de salir de cacería. Apoyado en intérpretes que parecen ideales, contrastando la pesadumbre de Kaluuya con la explosividad de Palmer, más la colaboración ajustada de los demás que aparecen por ahí, ¡Nop! da forma a personajes que sí terminan importando. Individuos que transitan la aventura con el peso de sus legados, y la posibilidad de hacerse cargo de ellos, cabalgando a toda velocidad por el desierto. No sé qué nos deparará Jordan Peele en el futuro, y tal vez se merezca un “qué pesado” por su rol como productor. Pero cuando vuelva a sentarse en la silla de director, que sepa que ahí estaremos.