La fábrica de sueños

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Emil, un soldado, llega a los estudios de Babelsberg buscando trabajo. El hermano lo hace entrar como extra y Emil se enamora por accidente de Milou, una doble de baile de la estrella francesa Beatrice Morée. Los dos se gustan y quedan en encontrarse al día siguiente, pero esa noche de 1961 Alemania es dividida y los dos quedan separados. En medio del caos general, Emil, que no sabe nada de cine, se hace pasar por un alto ejecutivo del estudio y logra activar la producción de una Cleopatra. El proyecto consigue el apoyo de las autoridades de la República Democrática, que ven ahí un potencial propagandístico, aunque el plan del protagonista es atraer de nuevo a Morée y, junto con ella, a Milou.

Sin temor al ridículo, La fábrica de sueños celebra el artificio y lo cruza con la historia nacional: la fantasía desmesurada se vuelve una clave desde la cual leer un pasado terrible. El director Martin Schreier filma con un disfrute pocas veces vistos en el cine alemán o de cualquier otro país. Ni siquiera la presencia amenazante de los agentes estatales, que representan la persecución y la presión gubernamentales, alcanza a obturar la nostalgia cándida con la que Schreier retrata la industria del cine. El drama histórico permite que fluyan sin problemas las tensiones y los malentendidos de la comedia romántica: la pareja, siempre al borde de la disolución, se acerca y repele durante el rodaje de nada menos que una Cleopatra alemana, un prodigio impensable que funciona como la confesión de un anhelo, como si el director tratara de imaginar una historia alternativa, contrafáctica pero también más feliz, de la cinematografía alemana durante la Guerra Fría.