La cumbre escarlata

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Estancado en la superficie

Hay que reconocerle a Guillermo del Toro que desde hace un rato largo viene haciendo lo que se le canta. Incluso en un film por encargo como fue Blade II hizo lo que quería y le imprimió a esa secuela su propio sello autoral. Pero también es cierto que cuanto más solemne se pone, peor le va: su cine adquiere características pomposas, infladas, donde importa más el diseño, lo formal y las referencias obvias, abandonando incluso la preocupación por lo narrativo y la construcción de personajes. Ahí tenemos a El laberinto del fauno como ejemplo máximo de lo sobrevalorado, con su historia que avanza a los ponchazos, demasiado preocupada por impactar desde lo visual y a través de la violencia -principalmente en los rostros-, y con una bajada de línea política que es cuanto menos problemática. Las dos entregas de Hellboy y Titanes del Pacífico, trabajando géneros supuestamente menores, son mucho más redondas, atractivas narrativamente y hasta complejas temáticamente, por la mirada que entabla sobre los vínculos amistosos, el trabajo en grupo y la necesidad del otro.

Lamentablemente, La cumbre escarlata es un ejemplo de la vertiente “importante” de Del Toro, al que no se le puede negar su ambición: acá quiere contar una historia de fantasmas que no lo es tanto, porque en verdad es una historia de amor donde lo fantasmal es apenas un dispositivo, centrándose en Edith Cushing (Mia Wasikowska), una joven aspirante a escritora que viene de una tragedia en su infancia y que se enamora perdidamente de Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), un misterioso extranjero con una hermana, Lucille (Jessica Chastain), aún más misteriosa y principalmente siniestra. Edith acepta irse a vivir al antiguo hogar de Thomas, una gigantesca y derruida casa en el medio de la nada que desde el comienzo se nota que tiene vida propia, albergando toda clase de secretos muy sucios. El cineasta encara el relato con plena convicción, pero ese convencimiento es insuficiente, porque se apoya en ideas sin profundidad e inventiva.

En La cumbre escarlata están todos los elementos dispuestos: las referencias al terror gótico -alusión a Mary Shelley incluida-, el contacto visual con el cine de Mario Bava, la tragedia como herramienta constitutiva del amor, lo romántico no sólo como género sino también como estilo, el diálogo con determinados tonos y climas de la literatura de Edgar Allan Poe e incluso H.P. Lovecraft, lo fantasmal como entidad tan metafísica como ética. Pero son trazos aislados, que no forman un conjunto sólido. Lo cierto es que la trama de la película es endeble, los enigmas se acaban rápidamente, las resoluciones no tienen verosimilitud y ninguna de las dos vertientes -ni el romance ni el terror- adquieren real carnadura. Encima, Del Toro confunde atrevimiento y exceso con trazo grueso, y hasta tenemos instancias de violencia -el director repite su fijación con el rostro- que no adquieren real sentido.

Todo el esquematismo y la superficialidad se trasladan a las actuaciones y al pulso narrativo del film. La cumbre escarlata es una película atravesada por la frialdad, que jamás contagia, donde todo va avanzando mecánicamente y explicando cada sentimiento que atraviesa a todos los personajes. Es, a pesar de su apariencia inicialmente expansiva y hasta disruptiva, una película común, sin gran vuelo, cuyo análisis y matices se agotan rápidamente, y que en vez de ser un vehículo consagratorio para Del Toro, termina siendo un tropezón que, esperemos, no sea una caída.