La cordillera

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Maquiavelismo para expertos

La voracidad de la mayoría de la clase política, su bancarrota moral, la suciedad que suele esconder bajo la alfombra y sus clásicos atropellos mafiosos constituyen los ejes principales de La Cordillera (2017), el tercer largometraje de ficción de Santiago Mitre, uno de los poquísimos realizadores argentinos con la capacidad de examinar los entramados del poder, desde el más micro hasta el más macro. De hecho, el film en muchos sentidos puede leerse al mismo tiempo como una remake encubierta de su ópera prima, la también prodigiosa El Estudiante (2011), y como una secuela -muy lejana, por cierto- de esa misma obra: mientras que aquella película nos presentaba la formación de un dirigente universitario a través de un trayecto que iba desde la inocencia hacia la génesis de un carácter despiadado, ahora lidiamos con las consecuencias de una carrera política que llegó a lo más alto de la administración pública de la mano de una corrupción intrínseca y completamente asentada.

Superando el buen nivel general -aunque algo decepcionante- de La Patota (2015), en esta oportunidad Mitre multiplica su ambición al edificar un thriller psicológico/ político que gira en torno a una cumbre de presidentes y la figura del mandatario argentino en particular, Hernán Blanco (Ricardo Darín), un ex gobernador de La Pampa. En el contexto de un encuentro sudamericano para la conformación de una alianza petrolera que promete encabezar Brasil ya que es el único país con una empresa estatal fuerte en el sector, el recién asumido Blanco es visto como un hombre débil en función de los spots publicitarios que lo llevaron al poder, los cuales lo pintaban como una “persona común”. El evento se complica por la amenaza que representa una posible denuncia de desvío de fondos públicos para una campaña de hace 10 años, circunstancia que se agrava aún más por la identidad del artífice de la acusación, el esposo de la primogénita de Blanco, Marina (Dolores Fonzi).

Desde el primer momento sabemos que los alegatos son reales porque así lo confirma el círculo íntimo del dignatario, léase Luisa Cordero (Érica Rivas) y Castex (Gerardo Romano), por lo que Blanco manda a traer a Marina a la sede de la cumbre, en una zona aislada de Chile, para indagarla sobre su marido. La chica demuestra poseer un estado mental muy frágil cuando pasa de la calma a arrojar una silla por la ventana del lujoso hotel donde transcurre casi todo el relato. El cineasta, también autor del guión junto a Mariano Llinás, copia la estructura de El Estudiante yendo de la efervescencia de los primeros actos a la ruina moral del último tramo del metraje, no obstante ahora en vez de estar frente a una historia de adaptación a los manejos espurios del ámbito gerencial, nos encontramos ante la aparición de marcas ocultas ya incorporadas al esquema de acción y las estrategias de lucha del protagonista, todas afines a un maquiavelismo que desconoce la ética y las ideologías.

Entre las parábolas de acumulación de poder símil El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), que ponen de manifiesto las intersecciones de las esferas pública y privada, y esos dilemas psicológicos -en sintonía con Cuéntame tu Vida (Spellbound, 1945)- que se transparentan a partir de la escena en la que el psiquiatra convocado para tratar a Marina, Desiderio García (Alfredo Castro), hipnotiza a la mujer, la obra propone un análisis muy inteligente de los engaños y el ventajismo de la cúpula gubernamental mediante la excusa de un desacuerdo alrededor de la posibilidad de incorporar a Estados Unidos, lo que a su vez implicaría permitir la entrada de empresas privadas al pacto multilateral. México apoya la moción por su genuflexión ante el vecino del norte y Brasil se opone porque comprometería su preeminencia: así Blanco es tironeado por ambos bloques para “desempatar” este conflicto, impulsado por la insistencia estadounidense y sus deseos de explotar los pozos petrolíferos.

Una vez que la mutación que diagrama el film está completa y finalmente descubrimos la verdadera naturaleza del presidente, cuando el susodicho muestra sus dientes, Mitre termina de acercarse a la putrefacción que acompañó a gran parte de los dirigentes de nuestro país, asimismo vinculando todo el desarrollo a esos retratos descarnados de la impunidad y la alienación del poder que caracterizaron a los trabajos de Gillo Pontecorvo y Costa-Gavras. El director humaniza a Blanco aunque esquiva la típica ingenuidad del cine norteamericano del rubro porque aquí la ambivalencia de la faceta privada no se traduce en simpatía para con el personaje de Darín sino en la extracción de las sucesivas capas de esta cebolla bautizada Blanco, una figura tan turbia, antidemocrática, hipócrita y profundamente vacía como Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa, Mauricio Macri o cualquier otro adalid de la “nueva política” sustentada en el marketing, las redes sociales y las encuestas.

La madurez de la propuesta y la decisión de fondo de llamar a las cosas por su nombre -sin desviar el foco hacia el campo del melodrama o las ironías cancheras- se condicen con la excelente labor de todo el elenco latinoamericano, destacándose en especial lo hecho por Darín, Romano, Castro, Daniel Giménez Cacho (en el rol de Sebastián Sastre, el presidente de México) y Christian Slater (quien interpreta a Dereck McKinley, el negociador de Estados Unidos). Como si se tratase de una versión severa de la óptica farsesca de El Candidato (2016), hoy resulta admirable la perspectiva inconformista de izquierda de Mitre al momento de sopesar la colección de traiciones y barbaridades que expertos de la mentira como Blanco van atesorando en su camino desideologizado hacia la cima estatal, de allí la metáfora que esconde el título de la película: en el mismo instante en el que alcanza la gran cúspide de su carrera política, una que le permite sentarse en una mesa con el diablo del imperialismo del norte, el protagonista se enfrenta a sus arcanos, matufias y cadáveres del pasado/ presente, todo gracias a esa proverbial sensación de omnipotencia que disimula inseguridades y carencias de variada índole… empezando por sus relaciones afectivas, continuando por sus colegas en el arte del desfalco y la manipulación masiva, y terminando en ese oportunismo berreta tan argentino, el cual -como si fuera poco- suele ir de la mano de un egoísmo extremo que niega el bien público, siempre a sabiendas de la ignorancia en la que vive el grueso de la población (esa que una y otra vez vota a la misma plutocracia dirigente, cuya impiedad y falta de preparación sólo es comparable con su deshonestidad).