La comunidad de los corazones rotos

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Para saber cómo es la soledad

Desde siempre una de las temáticas favoritas del séptimo arte ha sido la soledad, un tópico que a veces pone de manifiesto una carencia de afecto y en otras ocasiones simplemente apunta a un estilo de vida que quiebra las imposiciones del sentido común social, por lo general vinculadas a la construcción de una familia tradicional en la que -por suerte- ya prácticamente nadie cree. La denuncia de este catálogo de anacronismos castradores, propios de un modelo “occidental y cristiano” que se vino abajo de manera progresiva gracias al individualismo posmoderno, suele ir de la mano del retrato de una serie de personajes que por decisión o vueltas de la vida se encuentran solos y presos de una especie de rutina que tiende a una fetichización de determinados objetos, acciones o hobbies que -al igual que casi todo en nuestra existencia- nos permite olvidar la sutil sombra de la muerte.

La Comunidad de los Corazones Rotos (Asphalte, 2015) funciona casi como un tratado sobre el tema porque explícitamente analiza las distintas facetas de la melancolía, el olvido, el abandono, la misantropía o la clásica timidez en lo que atañe al arte de relacionarse con el resto de la humanidad, representaciones de un “otro diferente” que dista mucho de ser el eje de la solidaridad de antaño y que hoy se transforma en un enigma insondable o -en el peor de los casos- una amenaza potencial. El director y guionista Samuel Benchetrit logra un trabajo muy parejo y meritorio que combina tres historias que se sitúan en un edificio semi derruido de los suburbios de la ficticia Ciudad de Picasso, como si se tratase de una interpretación lírica, bien a la francesa, de los films corales de Robert Altman o aquellas primeras obras de Paul Thomas Anderson, siempre lindantes con la comedia dramática.

La primera trama gira alrededor del acercamiento romántico entre una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre en una silla de ruedas, Sterkowitz (Gustave Kervern), la segunda retrata la amistad entre Jeanne Meyer (Isabelle Huppert), una actriz otrora famosa, y su joven vecino Charly (Jules Benchetrit), y finalmente la tercera pone en interrelación a la Señora Hamida (Tassadit Mandi), una emigrante argelina, y el astronauta John McKenzie (Michael Pitt), quien desciende con su cápsula -luego de un desperfecto en el espacio- en la terraza del edificio. Mientras que Sterkowitz imita al Clint Eastwood de Los Puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) y se hace pasar por fotógrafo, Charly ayuda a Meyer para conseguir un papel en una puesta teatral sobre Nerón y McKenzie hace las veces de “hijo adoptivo temporal” de Hamida, cuyo primogénito real está en la cárcel.

Conviene no adelantar demasiado sobre el contexto específico de cada historia porque la intención del realizador es -de hecho- crear un entramado de detalles que pinten en paralelo a todos los protagonistas, poniendo de relieve su humanidad bajo un esquema retórico de “caída de defensas” por etapas (en los tres casos tenemos a un personaje que busca acercarse y otro que desconfía en primera instancia, para luego comenzar a sorprenderse/ identificarse con su contraparte). La Comunidad de los Corazones Rotos es una película sencilla y muy dulce que examina en toda su complejidad a este puñado de extraños a los que vamos conociendo de la misma forma en que ellos se conocen entre sí, con la paciencia y el respeto que merecen los marginados, los inconformistas y aquellos que saben lo que es la soledad, un estado emocional/ existencial que garantiza paz y tranquilidad pero que de vez en cuando conviene romper para abrazar la diversidad de experiencias que nos ofrece la vida, esa que deberíamos explorar en su extraordinaria plenitud antes de que llegue el fin…