La ciudad de las tormentas

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

En una entrevista para la revista Film Comment, el director inglés Paul Greengrass sentencia: “Realmente pienso que mis cuatro películas recientes –las dos últimas de Bourne, Vuelo 93 y La ciudad de las tormentas– son en algún sentido películas sobre la primera década del siglo XXI. Todas giran en torno a la ascendencia de Bush”.

Greengrass es el mejor director de secuencias de acción en la actualidad. Su entrenamiento como documentalista para la televisión inglesa le ha otorgado un sentido del timing y una capacidad exquisita para escuchar anticipadamente el azar que, puesto al servicio de coreografiar una escena de acción, es capaz de esculpir sobre el caos movimientos colectivos virtuosos. En efecto, los últimos 30 minutos de La ciudad de las tormentas puede verse tanto como una batalla heterodoxa y una magnífica persecución por las calles de Bagdad como un prodigio formal en donde el espacio deviene en entidad dramática.

La película gira en torno a una mentira política: la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Damon es Roy Miller, un militar de rango encargado de buscar el “Grial” que justifique una invasión. Son los primeros meses en la tierra de Hussein. La película confirma otra sospecha: la expedición “demócrata” al Golfo Pérsico tuvo poco que ver con refrendar los valores cívicos de Jefferson y Whitman. Se trataba, más bien, de controlar las reservas de petróleo y consagrar la hegemonía estadounidense a escala planetaria.

Miller tendrá dudas: “Vine a encontrar armas y salvar vidas, y no hallé nada, y quiero saber por qué”. Al final de su periplo expondrá el candor del buen americano: “¿Qué sucederá la próxima vez cuando pidamos que confíen en nosotros?”. Patrióticamente, los funcionarios, la prensa y la milicia prefirieron imprimir la leyenda; Greengrass pondrá en boca de un lugareño el derecho de los iraquíes a decidir por ellos mismos su destino político.

Pero las buenas intenciones son insuficientes. El semblante de Damon como un Bourne en Bagdad va transfigurándose en un Ryan reencarnado en la tierra de Alá y del petróleo. El agente implacable y trastornado, un síntoma de la época, cambia de piel. Así, el impecable héroe americano regresa, y es precisamente en la salvaguarda de su figura inmaculada en donde se deposita la esperanza de una nación conducida por bandoleros. Una creencia ridícula, tan inverosímil como las armas que sólo existieron en el imaginario perverso de los ideólogos de la Casa Blanca.