La chica salvaje

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Sobreviviendo en la marisma

La Chica Salvaje (Where the Crawdads Sing, 2022), segunda propuesta de la directora norteamericana Olivia Newman luego de la mediocre First Match (2018), es el típico producto que por un lado es festejado por el público, porque de hecho llena un espacio que el horrendo mainstream contemporáneo ya ni se molesta en cuidar, el de los melodramas adultos femeninos, y por el otro lado atacado por la prensa, tanto el segmento de las momias impotentes o menopáusicas como el de los tarados de menor edad, dos gremios igual de oligofrénicos y superficiales que sólo aceptan el relato hollywoodense más esquemático y desideologizado como supuesto “estándar” del séptimo arte, resabio del antiintelectualismo del Siglo XXI. Más cerca del melodrama de triángulo amoroso más ancestral que de la corrección política castrada de hoy en día y toda esa mierda woke de cartón pintado que se cree de izquierda, el film de Newman gira alrededor de una mártir femenina e infantil que fue traicionada por igual por las hembras y los machos, Kya Clark (Jojo Regina de niña y Daisy Edgar-Jones ya como adulta), hija menor de una familia menesterosa que vive en una casa precaria de los pantanos cercanos al pueblo de Barkley Cove, en el Estado de Carolina del Norte, y que en 1953 se queda sola a los siete años de edad porque su madre (Ahna O’Reilly) y sus cuatro hermanos abandonan progresivamente la residencia debido a las palizas del patriarca (Garret Dillahunt), un sujeto muy violento e inestable que asimismo se marcha de repente y así construye a nuestra mocosa indómita.

El guión de Lucy Alibar, aquella de La Niña del Sur Salvaje (Beasts of the Southern Wild, 2012), de Benh Zeitlin, y Troop Zero (2019), de Amber Templemore-Finlayson y Katie Ellwood alias Bert y Bertie, sigue de cerca la novela original homónima del 2018 de Delia Owens, un bestseller que también combinaba en primera instancia la vida de Clark y su relación cuando adolescente con dos jóvenes, el ultra bonachón Tate Walker (Taylor John Smith) y el excremento con patas Chase Andrews (Harris Dickinson), y en segundo lugar la investigación por la misteriosa muerte del segundo en 1969 mediante una caída desde una torre de vigilancia contra incendios, lo que genera que Kya se convierta en la principal sospechosa porque fue escuchada amenazándolo de muerte si seguía acosándola luego de que la chica, una pescadora de mejillones, decidiese romper el vínculo romántico cuando descubre que Andrews, un playboy y estrella local de fútbol americano, está comprometido con otra ninfa, una burguesa soberbia y basureadora como él. Si bien el Sheriff Jackson (Bill Kelly) piensa que Clark, apodada “la chica del pantano” por los habitantes de Barkley Cove, es de hecho una homicida a sangre fría, un abogado de la zona, Tom Milton (el inoxidable David Strathairn), la defiende en un juicio en el que todos parecen prejuzgarla por años y años de marginación y burlas comunales muy crueles de las que sólo se salva un matrimonio negro propietario de un almacén, ese de Jumpin’ (Sterling Macer Jr.) y Mabel (Michael Hyatt), una dupla de semblante humanista que se apiada de esta huérfana tácita.

La realización va mechando flashforwards de idiosincrasia jurídica criminal con Kya en el banquillo de los acusados aunque el núcleo central del relato pasa por la independencia de la protagonista, su gran afán de sobrevivir y el abandono cíclico que sufre, primero por su parentela, después a instancias de un Walker que se marcha a la universidad y no regresa por cinco años -a pesar de haberle prometido que volvería en apenas un mes, justo para un Cuatro de Julio- y finalmente cortesía de la perfidia del futuro finado, quien intenta violarla y como su padre adora usarla como saco de boxeo. El film en un principio acumula detalles algo chauvinistas (el único pariente que regresa es un hermano llamado Jodie -en la piel de Logan Macrae- que por supuesto es militar), cristianos pacatos (el progenitor de Tate, un pescador de camarones, lo convence con eufemismos de no tener sexo con la púber porque podría tener hijos y se quedaría sin estudios) y hollywoodenses bien descerebrados que apuntan a contentar al público burgués promedio (se supone que Clark es analfabeta -y de hecho esa es la excusa para que Walker se acerque a ella como docente improvisado- pero se expresa con suma eficacia y decoro e incluso muta de la nada en una naturalista con un enorme talento para dibujar a todos los animales de la marisma de Carolina del Norte), sin embargo de a poco la lógica aceitada del melodrama y del folletín va tomando el control de la trama y por ello la muchacha se convierte en una adalid de una autonomía que por suerte no es feminazi ni reniega del amor y el contacto con el prójimo con el que se debe convivir.

En esencia la historia general de Owens, una zoóloga que también escribió unas memorias conservacionistas, Grito del Kalahari (Cry of the Kalahari, 1984), y es reclamada por la justicia de Zambia -junto al resto de su clan de los 70, 80 y principios de los años 90, sobre todo su ex marido Mark y su hijastro Christopher- por el verdaderamente insólito homicidio en el país africano de un cazador furtivo, es por demás simple y ello fue a parar al guión de Alibar y a la película rodada por Newman, logrando por cierto la proeza de que los 126 minutos totales de metraje no sean aburridos porque los clichés están bien condimentados con la trama policial, la crianza en soledad de la protagonista, los altibajos del corazón y el mismo desempeño de Daisy Edgar-Jones, una actriz británica maravillosa que viene de estelarizar la interesante Fresh (2022), debut en el largometraje de Mimi Cave, y que aquí oficia como una “belleza sutil negociada” entre la pose preciosista eterna del mainstream yanqui y lo que hubiese sido la realidad si de clase baja de los pantanos hablamos, léase entre la rubia celestial y siempre perfecta y la morocha o colorada sin dientes que no puede articular demasiadas palabras seguidas ni mucho menos conquistar al quarterback mega presuntuoso de la región, Chase, ni al otro carilindo pero en versión buena, Tate. Más allá de su previsibilidad y sustrato meloso hilarante, La Chica Salvaje es un opus digno del cine masivo actual que trae a colación cuánto se extrañan los melodramas adultos de antaño con personas y conflictos reales, lejos de la estupidez de todas esas franquicias de hoy en día…