La casa muda

Crítica de Diego Batlle - La Nación

La casa muda

El cineasta uruguayo Gustavo Hernández propone un film con claro destino de culto

Si bien se trata de una película de terror, la historia detrás de La casa muda se parece bastante a la de un cuento de hadas. Rodada en apenas cuatro días, con una cámara de fotos digital prestada (una Canon 5D), con dos faroles como toda iluminación, con un equipo de 15 entusiastas amigos y con un presupuesto de 6000 dólares, esta ópera prima del uruguayo Gustavo Hernández se convirtió en un inmediato boom en Internet, tuvo su estreno mundial en el Festival de Cannes, se vendió a casi todo el mundo y hasta tuvo una remake hollywoodense titulada The Silent House , que dirigieron Chris Kurtis y Laura Lau ( Mar abierto ).

Si Hernández -cuyos antecedentes como director se limitaban hasta entonces a un puñado de videoclips, comerciales y cortometrajes- consiguió semejante repercusión no es sólo por la proeza financiera, técnica y narrativa -la película está contada en tiempo real y con un único plano-secuencia (en verdad, hay algunos cortes "disimulados")- sino porque este joven uruguayo demostró también un amplio dominio del abecé del género de terror: cómo sostener la tensión y el suspenso, cómo dosificar la información y cómo manejar las explosiones de sangre y violencia.

Basada en un caso real (un doble asesinato) que sacudió al poblado de Godoy, en Tacuarembó, en la 1944, La casa muda transcurre en la actualidad y se desarrolla casi íntegramente dentro de las paredes de una casona rural abandonada. Hasta allí llegan un padre y su hija adolescente, contratados por su dueño para reacondicionarla un poco para una futura venta. Una tarea en apariencia sencilla, pero que se convertirá en un suplicio.

Si bien la película apela a ciertas fórmulas y esquemas (tanto de imagen como de sonido) ya trabajadas por el cine de terror de Hollywood, de España o de Japón, también hace gala de un humor, de observaciones, de diálogos y de situaciones que no podrían ser más uruguayas. El final -demasiado moralista- generará no pocas polémicas, pero no alcanza a empañar un film con claro destino de culto y, por qué no, de clásico, al menos en el contexto del nuevo cine latinoamericano.