La casa Gucci

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Melodrama del poder

Gucci, compañía italiana asentada principalmente en Florencia y dedicada a la fabricación de artículos de cuero para el segmento social más pudiente, fue fundada en 1921, hace cien años, por Guccio Gucci, quien había trabajado de maître en Londres durante un tiempo y conocía de primera mano el gusto de la alta burguesía. Amparado en el trabajo de artesanos de mediados del Siglo XX y en una buena selección de materias primas y tomando como patrón lo visto tanto en Londres como en París, Guccio creó primero una tienda de maletas que se fue diversificando de a poco para incluir bolsos, cinturones, mocasines, guantes y baúles, consiguiendo sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial al sustituir el cuero, uno de los faltantes en la economía bélica, con materiales alternativos como el lino y el algodón, lo que no redujo su popularidad entre el segmento aristocrático y el jet set de la época. Con motivo del óbito de Gucci en 1953, son sus tres hijos cruciales quienes se hacen cargo del negocio para modernizarlo con técnicas de posicionamiento de marca e internacionalizarlo mediante sucursales, así Vasco se concentró en Florencia, Rodolfo pasó a controlar una nueva tienda en Milán y Aldo se trasladó a Nueva York para desembarcar en el mercado estadounidense. El crecimiento de la empresa fue monumental durante los 60 y 70 pero el esquema de poder cambia luego del fallecimiento en 1975 de Vasco, generando una partición de acciones entre Rodolfo y Aldo que eventualmente provocaría una leve mayoría del primero sobre el segundo. Rodolfo había intentado salirse de la familia siendo actor bajo el seudónimo de Maurizio D’Ancora pero al volver al clan jamás le dedicó el tiempo que Aldo le ofrecía a la compañía, quien a su vez ninguneaba a su propio hijo, Paolo, por considerarlo un diseñador de moda mediocre y beneficiaba al vástago de su hermano, Maurizio, el cual había estudiado abogacía y no tenía experiencia alguna en los negocios. Rodolfo muere en 1983 y su hijo pasa a controlar la mayoría de las acciones y opta por traicionar a Aldo para hacerse de la firma, por ello lo denuncia ante el fisco norteamericano por declaraciones fraudulentas y evasión, movida que le genera un año de prisión, y el tío después se venga denunciando que falsificó la firma de su padre en los documentos del traspaso sucesorio accionario en Italia, obligándolo a exiliarse en Suiza. Maurizio había utilizado el dinero de Investcorp, un buitre árabe de inversiones asentado en el Reino de Bahréin, para expulsar a Aldo pero termina él mismo echado de la compañía por sus gastos inflados y su incompetencia como cabeza de la empresa, la cual en los 90 es dirigida por el otrora abogado de la familia, Domenico De Sole, y su diseñador estrella, Tom Ford, hasta que Investcorp la vende a Kering, un conglomerado francés de marcas de lujo propiedad del magnate François Pinault que se hace cargo del management, ya en el nuevo milenio.

Ahora bien, toda esta historia sería una más dentro de esas perfidias y el sustrato caníbal, impiadoso y maquiavélico del capitalismo si no fuera por la bizarra intervención de Patrizia Reggiani en una fase muy específica de este periplo, hablamos de la esposa entre 1972 y 1994 de Maurizio Gucci: Patrizia, apellidada en un inicio Martinelli, era hija de una tal Silvana que vivía en la pobreza y que la crío como madre soltera hasta que a la edad de 12 años la chica fue adoptada por el flamante marido de su progenitora, Ferdinando Reggiani, un ricachón del gremio del transporte con una generosa flota de camiones a su disposición, estratagema de súbito ascenso social mediante el sexo y el antiguo arte de saber elegir al macho que Patrizia eventualmente reproduciría cuando a los 24 años se casa con Maurizio, a quien había conocido en una fiesta y con el cual novió bajo la condena de un Rodolfo que rápidamente se dio cuenta que estaba delante de una arpía trepadora en busca de la fortuna de su hijo, planteo conflictivo que de todos modos generaría una suerte de reconciliación a principios de los 80, justo antes de la muerte del patriarca, fundamentalmente debido al nacimiento de los vástagos del matrimonio, Alessandra en 1976 y Allegra en 1981, únicas nietas del jerarca agonizante. Se supone que Reggiani, devenida Gucci, fue fundamental en la guerra contra las falsificaciones de artículos y las infracciones de marca intra parentela y en la metamorfosis de Maurizio desde un abogado que como su primo, Paolo, deseaba abandonar el clan por considerarlo asfixiante hacia el inusitado “redescubrimiento” de su identidad como miembro del linaje y esa eclosión de una ferocidad empresaria con vistas a controlar en exclusividad el emporio, influencia que por cierto pagó muy cara ya que la mujer era un tanto posesiva y no vio con buenos ojos que la abandonase en 1985 en un supuesto viaje de negocios a Florencia que derivó en la separación definitiva de la pareja y un nuevo vínculo entre el hombre, por entonces cabecilla máximo de Gucci a la par del jerarca de Investcorp, Nemir Kirdar, y Paola Franchi, amiga de la infancia de Maurizio y ex esposa del acaudalado Giorgio Colombo. Patrizia, obsesionada con no perder a su mina de oro y sobre todo con evitar el casamiento con Franchi porque significaría la reducción a la mitad de su pensión alimenticia, en 1995 no tuvo mejor idea que contratar a un sicario, Benedetto Ceraulo, el dueño de una pizzería con deudas, para que mate a su marido vía una intermediaria y amiga, Giuseppina “Pina” Auriemma, psíquica algo estrafalaria. Reggiani recibió una condena de 29 años de prisión por el asesinato de Maurizio que luego bajaron a 26 porque sus abogaron supieron alegar que en 1992 padeció de un tumor cerebral que fue eliminado aunque pudo afectar su estado mental, saliendo libre en 2016 luego de 18 años tras las rejas para encarar una batalla legal con sus hijas por el patrimonio de su ex marido.

Ridley Scott llevaba prácticamente dos décadas queriendo rodar este accidentado derrotero desde que se topó con La Casa Gucci: Una Historia Real de Asesinato, Locura, Glamour y Codicia (The House of Gucci: A True Story of Murder, Madness, Glamour, and Greed, 2000), crónica de la periodista especializada en moda Sara Gay Forden, por ello para su díptico de regreso a la dirección, la presente La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) y la inmediatamente previa El Último Duelo (The Last Duel, 2021), luego de las relativamente lejanas Alien: Covenant (2017) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), decidió enfocarse en las matufias de las elites, en la dialéctica de las apariencias y el estatus social y concretamente en esa frontera difusa en la que lo privado se convierte en lo público porque ambas dimensiones están unidas desde el vamos, pensemos en este sentido que El Último Duelo puede transcurrir en la Francia del Siglo XIV y La Casa Gucci en la Europa y los Estados Unidos de las décadas del 70, 80 y 90 pero las dos son melodramas fastuosos del poder en el que se subraya no sólo el puterío y las miserias mundanas de la oligarquía sino asimismo la dinámica estándar de la hegemonía en términos de disputas o ataques institucionales y personales que implican un proceso de fagocitación del pez más pequeño -o peor “situado” en un instante específico- por parte del depredador más grande. Analizando en simultáneo los pormenores que llevaron al homicidio de Maurizio Gucci el 27 de marzo de 1995 por una andanada de disparos, justo cuando ingresaba a su oficina en Milán, y los diferentes estadios del ascenso al poder en Gucci por parte de la futura víctima de su esposa y de la adquisición de la empresa a instancias de la Investcorp de Kirdar, ya poseedora de nada menos que Tiffany’s, la película que nos ocupa explora con inteligencia y desparpajo los ardides de Patrizia (Stefani Joanne Angelina Germanotta alias Lady Gaga) para primero engatusar a Maurizio (Adam Driver), vástago de Rodolfo (Jeremy Irons) y sobrino de Aldo (Al Pacino), y luego matarlo cuando pretende abandonarla en pos de una relación con Franchi (Camille Cottin), todo vía el sicario reglamentario, Ceraulo (Vincenzo Tanassi), y su confidente de siempre, Auriemma (Salma Hayek), lo que incluye además la decisiva intervención de Tom Ford (Reeve Carney), gran responsable del resurgimiento comercial de la marca en medio de las luchas internas, y la sociedad oportunista e ingenua de Maurizio con De Sole (Jack Huston) y Kirdar (Youssef Kerkour), precisamente el dúo que lo terminaría expulsando de su propia firma al extremo de finiquitar de allí a futuro la participación de todos los miembros del clan en Gucci, típico destino de las compañías de estructura familiar en el nuevo capitalismo de la década del 70 en adelante porque la figura del millonario todopoderoso fue dejando lugar a la de la junta de accionistas mayoritarios.

A decir verdad resulta maravilloso y hasta hilarante que en tiempos de corrección política demacrada y un cine mainstream cada día más aniñado y hueco el inmenso Scott opte por narrarnos la historia de una trepadora maloliente desde un entramado retórico prototípico para adultos lejos de idealizaciones, lo que desencadena una película exquisita que combina esa faceta de melodrama prostibulario del jet set capitalista a la que apuntábamos antes, suerte de burbuja de lujos herméticos y paranoicos, con primero el thriller de usurpación empresaria, lógica psicopática de nunca acabar amparada por Estados ausentes, y segundo la faena de parentela en crisis o en franco proceso de descomposición, riña fraternal que es asimismo intergeneracional e incluso una especie de autoperfidia identitaria porque tanto en el caso de Maurizio como en su homólogo de Paolo (Jared Leto) estamos frente a intentos rudimentarios de abrirse del negocio heredado, el primero mediante la abogacía -su padre lo había hecho con su olvidable carrera cinematográfica- y el segundo a través del diseño de vestimenta, que derivan en desastre mayúsculo y luego en triste aceptación del rol que el destino familiar les había asignado, así es cómo Maurizio se transforma en una mixtura de la frialdad de Rodolfo y el ímpetu mercantil de Aldo y Paolo muta en un constante chiste viviente ya que nadie lo toma en serio como modisto y para colmo termina traicionando a su padre, ya que de hecho él es quien le pasa a Maurizio el dato sobre la evasión impositiva, y facilitando la salida de su rama del clan de la firma al entregarle en bandeja a su primo tanto las acciones propias como las de su progenitor, derrotado luego de su estadía de un año en el presidio e incapaz de detener el traspaso de titularidad a Investcorp. La Casa Gucci cuenta con un guión muy parejo, en cuanto a semejante retrato coral, del debutante en el terreno del largometraje Roberto Bentivegna y la veterana Becky Johnston, aquella de Under the Cherry Moon (1986), de Prince, El Príncipe de las Mareas (The Prince of Tides, 1991), de Barbra Streisand, y Siete Años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997), de Jean-Jacques Annaud, y ofrece un gran desempeño por parte de Driver, Pacino, Irons, Hayek, Huston, Kerkour, Cottin y una Lady Gaga que continúa compensando como actriz de cine, luego de lo hecho en Nace una Estrella (A Star Is Born, 2018), dirigida y protagonizada por Bradley Cooper, todos esos discos de mierda que editó como cantante desde que empezó a robar en plan de diva recauchutada del pop más reluciente y más anémico contemporáneo. Mención aparte merece un demencial e irreconocible Jared Leto componiendo a un Paolo muy histriónico que quiebra el registro interpretativo naturalista del film y acerca al convite en su conjunto, de la mano de cada una de sus intervenciones, hacia una parodia del costado afectado y autofarsesco de los hijos de segunda y tercera generación de oligarcas de antaño.

Como siempre el realizador inglés se rodea de colaboradores habituales e impecables, en sintonía con el diseñador de producción Arthur Max, la editora Claire Simpson, el director de fotografía Dariusz Wolski y el compositor Harry Gregson-Williams, y echa mano de canciones populares que inserta de manera perfecta dentro del andamiaje narrativo para condimentar el relato y situarlo no sólo en términos históricos sino anímicos en lo que atañe al fluir y los cambios en la idiosincrasia de los personajes, recordemos el uso del señor de temas como Faith (1987), de George Michael, Ashes to Ashes (1980), de David Bowie, Heart of Glass (1978), de Blondie, y Here Comes the Rain Again (1983), de Eurythmics. El análisis del cruel pragmatismo empresario siempre es complejo y en esta ocasión se evitan las simplificaciones habituales de Hollywood porque cada personaje se divide en un interior vulnerable aunque no tan vulnerable y una máscara que se ventila en sociedad para dar una imagen de fortaleza o hasta quizás valentía, es por ello que el principal núcleo de la faena, Patrizia, puede ser por un lado una tarada que no lee nada porque se aburre y que confunde una obra de Gustav Klimt con una de Pablo Picasso, en una recordada escena inicial en la mansión del Rodolfo del magnífico Irons, y por el otro lado una fémina muy perspicaz al momento de identificar a parásitos disfrazados de consejeros devotos, como De Sole, de aprovecharse de palurdos que no sirven para nada, como Paolo, y de avizorar la infidelidad de su marido con otra hembra aunque más “tranquila” a escala psicológica, una Franchi que se conformó con el dinero del divorcio de Colombo a diferencia de la ambiciosa, pasional y acaparadora Reggiani, mujer que no es demonizada al cien por ciento en La Casa Gucci aunque tampoco recibe lo que podría haber sido una lavada de cara feminazi/ marketinera/ publicitaria si la propuesta hubiese caído en manos maniqueas o simplemente distintas a las del sabio Scott, quien en ningún momento la acerca a los roles mentirosos de la víctima o la heroína tácita ni recurre en su perfil al tumor cerebral con vistas a desembarazarla de sus acciones, ese detallito de pagar por el asesinato de su ex para castigarlo por osar marcharse y contradecirla. El clásico subibaja emocional de las familias latinas, siempre moviéndose en consonancia con el peso variado de las figuras masculinas y femeninas que las dominan, reaparece en especial a través de la ciclotimia de Aldo, quien pasa de celebrar el nacimiento de Alessandra por considerar que hacen falta más mujeres en Gucci a pedirle a Patrizia que no se meta en asuntos de hombres y en esencia no olvide que todo lo que tiene su esposo -y por elevación, ella misma- es producto del hecho de que acobijó a Maurizio después de que su padre lo echase por el casamiento con Reggiani, situación que enfatiza tanto la mutua dependencia incestuosa del poder como su naturaleza transitoria y su evidente fragilidad…