La ballena

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Esa distancia entre nosotros

Lo mejor que puede decirse a esta altura del partido de Darren Aronofsky es que jamás renegó de la pompa melodramática que anida en la mayoría de sus films, pequeño tesoro de una intensidad hoy casi siempre negada, y que por suerte continúa enervando a la fauna de retrasados mentales que se criaron con las bazofias gigantescas hollywoodenses, léase los lobotomizados por el marketing y la publicidad de los grandes estudios imperialistas, y también a los castrados del enclave arty que atesoran una versión pulcra e inofensiva del cine, esos descerebrados que se espantan cuando el director y/ o guionista de turno apuesta no por el conformismo sino por la provocación, la incomodidad y una polémica que no pretenden caerle bien a todo el mundo ni mucho menos al espectador mainstream de hoy en día y la crítica de cine asociada, dos enclaves escapistas, conservadores y obsecuentes de la gran industria al nivel de una genuflexión sodomita pasiva. El cineasta neoyorquino viene pateando testículos y ovarios desde que empezase su carrera allá a fines del Siglo XX y comienzos del nuevo milenio de la mano de las alucinógenas Pi (1998), clásico indie sobre el divagar de un matemático judío, Maximillian “Max” Cohen (Sean Gullette), en pos de una teoría totalizadora, Réquiem para un Sueño (Requiem for a Dream, 2000), maravillosa epopeya sobre la degradación y las distintas adicciones posmodernas protagonizada por Ellen Burstyn, Jared Leto, Jennifer Connelly y Marlon Wayans, y La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), un muy curioso exponente de ciencia ficción existencialista que gira alrededor de la inmortalidad y criaturas varias en la piel de Hugh Jackman y Rachel Weisz; trilogía que a su vez sirvió de preámbulo para aquel díptico en torno a una ética laboral de propensión suicida que lo terminó de posicionar como uno de los pocos autores trabajando en el Hollywood del Siglo XXI, hablamos desde ya de El Luchador (The Wrestler, 2008), bella joya con un Mickey Rourke más grande que la vida misma tratando de sobrevivir a su tendencia autodestructiva y al circuito salvajón de la lucha libre, y El Cisne Negro (Black Swan, 2010), contraparte horrorosa y cercana al cine de Roman Polanski y Michael Powell/ Emeric Pressburger con Natalie Portman como una bailarina de ballet bastante enajenada, Nina Sayers, que debía lidiar con su madre, Érica (Barbara Hershey), su director, Thomas Leroy (Vincent Cassel), y una competencia femenina de menor edad, Lily (Mila Kunis).

Aronofsky, que por cierto también ayudó a escribir y/ o ofició de productor en propuestas estupendas de terceros como por ejemplo Sumergidos (Below, 2002), la epopeya espectral de submarinos de David Twohy con aires del Rod Serling circa La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), El Ganador (The Fighter, 2010), suerte de reformulación de El Luchador por parte de un muy inspirado David O. Russell que jugó aún más con la faceta melodramática familiar del formato deportivo, y Jackie (2016), biopic del director chileno Pablo Larraín acerca del derrotero de Jacqueline Kennedy (Portman) en el frenesí inmediatamente posterior al asesinato en 1963 de su marido, John F. Kennedy, venía de dos realizaciones verdaderamente disruptivas que retomaron elementos muy específicos de obras previas, primero Noé (Noah, 2014), insólita -y algo mucho errática, hay que decirlo- aventura bíblica con Russell Crowe, Anthony Hopkins, Ray Winstone, Emma Watson, la mencionada Connelly y un gran elenco sobre los pormenores alrededor del Arca de Noé, en esencia una excusa para recuperar aquellas reflexiones religiosas, ontológicas y filosóficas más macro de Pi y La Fuente de la Vida, y segundo ¡Madre! (Mother!, 2017), una fábula surrealista y ecológica sobre el Jardín del Edén, la convivencia con nuestros semejantes, el carácter predatorio de la humanidad y la impronta eventualmente farsesca del amor, la cultura y el arte, film con Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris y Michelle Pfeiffer que se movía dentro del mismo marco de referencias teológicas de Noé aunque llevando el asunto hacia la visceralidad del resto de la carrera de Aronofsky, las pirotécnicas y siempre fascinantes Réquiem para un Sueño, El Luchador y El Cisne Negro. La nueva faena del señor, La Ballena (The Whale, 2022), sin duda la más lacrimógena y minimalista de toda su carrera, le escapa a la complacencia de la corrección política ATP para burgueses necios, hoy regresando a una anatomía frágil o en decadencia símil vejez, y se entronca con todos esos personajes sufrientes que protagonizaron los trabajos anteriores ya que aquí el agente del martirio, a mitad de camino entre la propia voluntad y la imposición de un castigo, es un obeso mórbido y profesor de cursos universitarios de redacción, Charlie (Brendan Fraser con prótesis y muchísima sabiduría actoral), que atraviesa su última semana de vida por hipertensión y un gran volumen de grasa abdominal que le impide llevar una vida normal.

El guión fue escrito por Samuel D. Hunter, está basado en su puesta teatral homónima del 2012 y no cuenta con una trama tradicional porque nos ofrece una retahíla de intercambios verbales entre Charlie, que vive en un departamento alquilado desde el cual imparte sus cursos on line aunque con su cámara web apagada, y su reducido círculo cercano, ese que incluye a Liz (Hong Chau), una enfermera y amiga que lo consuela en su padecimiento y que asimismo fue la hermana de su pareja homosexual, Alan, con quien el protagonista convivió en plena felicidad hasta su suicidio por culpa cristiana, Thomas (Ty Simpkins), un muchacho que dice ser misionero de la Iglesia Nueva Vida y se obsesiona con “salvar” a Charlie después de toparse azarosamente con su hogar y verlo ultra desvalido, Dan (Sathya Sridharan), joven de ascendencia hindú que suele acercarle las pizzas aunque también sin nunca verlo porque le deja la comida en la puerta cerrada y toma el dinero del buzón, Mary (Samantha Morton), una mujer con la que estuvo casado y de la que se separó al conocer a Alan, por entonces uno de sus estudiantes, y finalmente Ellie Sarsfield (Sadie Sink), nada menos que su hija adolescente de 16 años a la que abandonó ocho inviernos atrás por el romance gay, hembra paradójica y solitaria como su padre que nació del vínculo con Mary, arrastra problemas educativos, suele caer en el sadismo y por cierto no le perdona a su progenitor ni el haberse alejado ni su flamante plan de emparchar la relación paternal/ filial ahora que está próximo al óbito a raíz de una insuficiencia cardíaca de la que Liz le ha estado advirtiendo. Charlie “compra” su tiempo compartido con Ellie prometiendo ayudarla en sus ensayos para el colegio secundario y eventualmente entregarle una herencia de 120 mil dólares que son sus ahorros de docente y que bien podrían haber servido para pagar los cuidados de parte de Liz o un tratamiento médico que aminore en sí las consecuencias de la ingesta compulsiva de alimentos por la depresión que siguió al fallecimiento de Alan, una situación en la que además tuvo que ver la prohibición de Mary en lo referido al contacto con la chica por considerarse ella misma una mala madre que no supo corregir el nihilismo violento de la púber, la cual brutaliza a sus compañeros de escuela y no se muestra piadosa frente a la baja autoestima de su padre, quien de partidario de la meticulosidad y la clásica reclusión muta en pregonero de la sinceridad y de abrirse un poco más a los otros mortales.

Al igual que el cuarteto de adictos de Réquiem para un Sueño, Randy “The Ram” Robinson (Rourke) de El Luchador y aquella Nina de Portman de El Cisne Negro, nuestro Charlie de La Ballena, alusión lírica y bien altisonante a Moby Dick (1851), de Herman Melville, en función de la corpulencia del docente y un texto que supo escribir su hija siendo una niña, funciona como la versión atea -o quizás agnóstica- de sus equivalentes místicos de Pi, La Fuente de la Vida, Noé y ¡Madre!, planteo estupendo sustentado en la idiosincrasia y esos recursos retóricos de siempre de Aronofsky, desde un humanismo todo terreno y un humor negro de impronta marginal social, pasando por la locura, la catarsis y los comportamientos compulsivos, hasta llegar a la redención, el dolor fetichizado, el papel central del trabajo en la vida cotidiana y por supuesto una claustrofobia que abarca las relaciones inmediatas en tanto alegría y condena eternas de cada sujeto, siempre bajo la idea de que nadie obtiene lo que desea ya que el paraíso de una persona a largo plazo se transforma en el infierno de su semejante, ya sea éste un familiar, amigo, pareja, vecino o compañero laboral del rubro que sea. La fotografía de Matthew Libatique y la edición de Andrew Weisblum, ambos viejos conocidos del realizador, evitan los clichés visuales del “teatro filmado” y garantizan una fluidez prodigiosa que a su vez permite el lucimiento del malogrado y hoy renacido Fraser, recientemente partícipe crucial en Ni un Paso en Falso (No Sudden Move, 2021), del genial Steven Soderbergh, elección perfecta de casting como lo fuesen Burstyn, Leto, Connelly, Rourke, Portman, Hershey, Lawrence o Bardem, aquí destacándose además lo hecho por Morton, Chau y la sorprendente Sink, una revelación en este sublime surtido de personajes multidimensionales capaz de aberraciones, ironías e instantes fugaces de dulzura. La lucha incesante entre el optimismo de Charlie, la rabia de su hija, el cinismo de la madre, toda la condescendencia de Liz y el fundamentalismo ciego y monotemático de Thomas no debe hacernos olvidar que el núcleo del film es por un lado la multiplicidad compleja/ imperfecta de la experiencia humana, con sus aciertos trasnochados y su catarata de errores, y por el otro lado la distancia que nos separa del resto pero aún así habilita el entendimiento entre diferentes, de allí que el leitmotiv espiritual del opus en su conjunto sea una efigie familiar en una playa en la que el alejamiento o cercanía dependen enteramente del punto de vista…