Jesús López

Crítica de Carla Leonardi - A Sala Llena

LA DUPLICIDAD COMO ALEGORÍA SOCIAL

Si hay algo que caracteriza a la filmografía del realizador argentino Maximiliano Schonfeld es configurar un universo de ficción propio que se afinca en la geografía y la idiosincrasia reconocible en sus orígenes entrerrianos, y donde siempre adquieren presencia los mitos y rituales propios del pago rural, al servicio de una función alegórica. En esta linea, en su última película Jesús López (2021, guion escrito en co-autoría con la escritora Selva Almada), el realizador confirma y profundiza esta búsqueda estética.

En un primer plano de apariencia, la película trata sobre el fallecimiento inesperado y violento en un accidente automobilístico de Jesús López (Lucas Schell), una joven promesa de las carreras de autos de una comunidad rural de Entre Rios, y de cómo su primo Abel (Joaquín Spahn), un joven sin expectativas de futuro más que su cotidiano y rutinario trabajo en el campo, intenta ocupar ese lugar ahora vacío, tanto para sus padres como para el pueblo. La situación del duelo hace que los padres de Jesús comiencen a tratar a Abel como una suerte de hijo. Lo invitan a quedarse en su casa. Irene, madre de Jesus, le prodiga su afecto maternal y Cacho, el padre, lo invita a probar el auto en que corría su hijo e incluso a participar con ese auto en la carrera homenaje que le dedican. Abel se va vistiendo con las ropas de Jesús, comienza a frecuentar a sus amigos y a su ex novia y a prepararse para la carrera. Pero hete aquí que la pericia de Schonfeld, por el uso de una puesta en escena que dota a ciertos elementos de simbolismo, permite profundizar en otros aspectos.

Poco a poco, ciertos elementos del orden de lo extraño y lo sobrenatural comienzan a invadir la realidad. La casa de Abel irradia desde el interior un rojo estilizado, signo del pathos de quien extraña, de la culpa del sobreviviente. Un brisa entra por la ventana, removiendo su pelo para ver hacia afuera, unas lenguas de fuego encendido. El perro de Abel comienza a manifestar inquietud y los perros del lugar aúllan cuando Abel pasa por la zona con el auto de Jesús. En el moto encuentro con los amigos de Jesús, Abel tiene la visión de su primo y comienza a seguirlo hasta que se esfuma en los silos. Estos fenómenos podríamos pensarlos como momentos de pérdida de la realidad que pueden suscitarse durante el proceso del duelo, pero ¿acaso la atmósfera religiosa y metafísica, ya presente en los nombres mismos de los primos, no nos permite pensar también que el alma de Jesús, cuya muerte quedó impune, se encuentra vagando en el mundo de los vivos? Tenemos allí, en esa indecibilidad, el efecto de lo fantástico plenamente logrado.

De entrada, la imagen del comienzo presenta a un joven a contraluz andando en moto en plano frontal, con su melena al viento, que crea un efecto aurático de fuego que lo rodea, como si se tratara de un aparición del orden de lo sobrenatural. Seguidamente, hay un fundido encadenado con la imagen del rostro de Abel bajo la lluvia, en actitud de oración. Esta apertura ya sienta la clave fantástica y pone en escena el mito del doble (que se refuerza por la imagen del afiche promocional e incluso por el titulo donde el apellido López se presenta escrito en espejo), como elementos desde las cuales leer la película. En efecto, cada uno de los primos es la contrapartida del otro. Y no sólo físicamente (Jesús es alto y de cabellos largos, respondiendo a la fisonomía de la imagen de Cristo; mientras que Abel es más bajito y responde al tipo del rubio de ojos claros), sino también a nivel del temperamento: donde Jesús es el temerario, Abel es el tímido y sosegado. Para Abel, el primo Jesús es el Ideal a seguir, el emblema de una salvación posible, una salida de la cansina monotonía de la vida de campo.

Por otra parte, siguiendo la linea del doble, es interesante el recurso a nivel visual que emplea el director para dar cuenta de lo que podemos llamar vampirismo o posesión espiritual de Jesús respecto de Abel, transformación que es seguida de la escena en la cual, ante el altar dedicado a Jesús por los amigos en lo que podemos estimar como el lugar del accidente, Abel cede unas gotas de su sangre.

En adelante, las ropas de color oscuro de Jesús harían suponer la lectura de un ángel caído en desgracia, enojado, el cual, en su resurrección y sirviéndose de otro cuerpo, buscaría venganza; temática que es sugerida en la escena de la persecución y toreo del auto del joven que lo chocó y provocó su muerte. Schonfeld se codea con el terror, pero sin embargo toda la construcción visual de la película, apoyada en una puesta en escena luminosa y hasta encantada (sosteniendo esos espléndidos amaneceres u ocasos en el campo y la música armoniosa que los acompaña, que contrastan fuertemente con la paleta de colores apagada y oscura que presentaba La helada negra, 2015), nos presagia la deriva hacia un sentido de trascendencia.

Llegados a este punto, podríamos dar una vuelta más y preguntarnos: ¿Qué se propondría revelarnos el director al servirse de la potencia poética de las imágenes y del mito del doble? Porque no se trata tampoco de un thriller psicológico de posesión. Y aquí quizá sea oportuno mencionar el detalle de que el auto de carreras de Jesús lleva los colores de la bandera de Entre Ríos. En este sentido, el director se nutre acertadamente del lirismo de las imágenes y de la música para construir una bella alegoría del desencanto juvenil en una tierra que no les ofrece puntos de apoyo para construir un proyecto de vida, que los deja divididos y desesperanzados entre una tradición agraria arrasada por la codicia sojera y un progreso (tecnológico, quizás) que no prospera, que se desvanece como un sueño efímero.