LAS HUELLAS BIOGRÁFICAS Y LA HISTORIA ARGENTINA “Operación Masacre me cambió la vida. Haciéndola comprendí que, además de mis perplejidades intimas, existía un amenazante mundo exterior.” En el inicio, vemos la imagen fragmentaria de un niño alineando sus soldaditos de juguete, dos bandos se preparan para la contienda. Luego, a ese mismo niño pintar con crayones la bandera argentina en el ala de un avión y desplazarlo por el aire con el movimiento de su mano. En este comienzo, el juego infantil ya cifra algo de la figura del escritor, periodista y militante político en que devendría Rodolfo Walsh; su faceta más conocida y no exenta de contradicciones. Se trata, por cierto, de dos detalles clave que el espectador va a reencontrar resignificados al terminar de recorrer la película. Que el titulo del documental sea R.J.W. (2022) tampoco es un dato menor; con él el realizador argentino Fermín Rivera ya introduce la marca de su escritura de estilo críptico (algo a lo cual refiere el testimonio de Juan Forn como poesía encriptada) y su compromiso por la revelación de lo oculto que emerge desde los margenes de lo secundario o lo inesperado (como señala Silvia Adoue). Pero además, al recuperar las siglas de su nombre completo (Rodolfo Jorge Walsh) el director presenta al Walsh al que quiere acercarnos. No al escritor reconocido ni al militante que fue en sus últimos años, sino al “Walsh antes de Walsh”, al de sus primeros tiempos y tal vez el menos transitado y conocido. En este punto, Rivera procede como un arqueólogo que va en busca de aquellas primeras marcas que forjarían su obra y su figura, haciéndose eco de aquella frase del propio Walsh de que acaso comprendiendo algo de su biografía, podríamos entender algo de la historia de nuestro país. Así se destacan como marcas iniciáticas su origen irlandés, donde el paisaje de las islas lo acompañaría durante toda su vida (como refiere su hija Patricia Walsh), pero también la identificación con el pueblo oprimido y la influencia del gaélico sobre su singular estilo de escritura forjada a base de elipsis y elusiones. Otro mojón importante es su paso por los internados irlandeses en su infancia, donde recibe su primera formación política. En ese duro mundo de características carcelarias, realiza su primer acto de resistencia frente a la injusticia social (al negarse a comer los signos del desamor incrustados en los diarios platos de sémola) y ya se muestra hábil en construir redes clandestinas basadas en la confianza, al hacer pasar una carta “subversiva y anómala”, un primer contrarrelato al relato oficial institucional de bienestar y felicidad. Una tercera pata relevante fue su ingreso a los 17 años a la editorial Hachette donde aprendería y se desarrollaría en el oficio de traductor. De aquí surge su contacto con la literatura del género policial de enigma y la confianza para dedicarse a escribir sus primeros textos, esas Variaciones en rojo (1953), que luego despreció. Pero no obstante, no puede dudarse de esta marca del encuentro con el policial clásico, en lo que luego devendría el llamado Nuevo periodismo o Novela de No-ficción a partir de Operación Masacre (1957), su singular invención que anuda vida y obra, compromiso político y escritura, real y ficción; y que apareció muchos años antes que A sangre fría (1965) de Truman Capote. Desde lo formal, Rivera hace uso de ciertos recursos interesantes, donde las formas acompañan y hacen al contenido. En primer lugar, construye un relato en primera persona, partiendo de elementos autobiográficos presentes en varios textos del propio Walsh, a través del uso de la voz en off. A esta voz se agregan, como una suerte de coro comentador, las distintas voces de los especialistas entrevistados, pero saliendo de la clásica estructura del plano fijo al mostrarlos proyectados en movimiento en el celuloide y al hacer evidente el proyector cinematográfico. Establece así la marca del estatuto ficcional en el documental, mixtura de real y ficción que recupera el estilo de Walsh. Además no solo emplea material de archivo fotográfico y audiovisual de la época sino que recrea algunos fragmentos audiovisuales utilizando la misma textura de época. Introduce así una realismo apócrifo, algo que es influencia de Borges en la literatura de Walsh. Y por otra parte, las imágenes recreadas siempre llevan el sesgo del plano de detalle, del fragmento. Esto le permite que las imágenes no sean mera ilustración del relato oral, sino que tengan el efecto de recuperar, en lo no mostrado, algo del efecto de lo no dicho en la escritura de Walsh, que siempre queda resonando como trabajo que involucra al lector. De esta manera, R.J.W. no se reduce al simple acercamiento didáctico al Walsh de sus primeros años e influencias, ni tampoco al sentido homenaje a su riesgoso acto político-literario, por el que hoy continua con estatuto de desaparecido. Fermín Rivera nos presenta a un Walsh humano, sufriente y contradictorio, que encuentra en la escritura un saber hacer con la opresión y la injusticia social vividas en carne propia y una herramienta para elevar lo personal a la dimensión de lo colectivo. Nos devuelve al Walsh que nos regala el prodigioso artificio de su obra, al que vive la literatura como “un avance laborioso a través de la propia estupidez”, huella indeleble de la cual acaso podamos servirnos.
Entre las ruinas de lo humano: “Cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeña fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir.” El epígrafe de este texto corresponde a El país de las últimas cosas, novela que el norteamericano Paul Auster escribió en 1987 y que tiene las marcas propias de los temas que ha abordado asiduamente a lo largo de su obra, como la identidad, la desposesión y el vagabundeo; incluso también la contingencia como bifurcación de un camino. Pero su verdadera genialidad está en haber logrado inventar un territorio abstracto post-apocalíptico, que puede leerse como anticipación de los efectos del capitalismo cuando es llevado a su máxima expresión. Así, la ciudad derruida y en ruinas es metáfora de la degradación de lo humano cuando se ve reducido a su mera función de subsistencia, cuando queda reducido a un puro desecho que sobrevive de restos. El director argentino Alejandro Chomski se propuso la tarea de llevar esta novela al cine luego de su encuentro con Paul Auster cuando el escritor vino a la Argentina invitado para la Feria del Libro en el año 2002, escenario post-crisis del 2001 que, en vistas a los saqueos o a los desclasados revolviendo basura, resonaba con el imaginario de esa novela. Del mismo modo hoy, concretándose veinte años después su estreno comercial, resulta inevitable no hallar sus resonancias con los comienzos de la pandemia del Covid y el aura fantasmal que habían cobrado las ciudades en distintas latitudes. Así las cosas, la película transcurre en un país innominado en un futuro distópico posible, sin que se sepan las causas del apocalipsis en cuestión (más allá de la mención al pasar de que “es culpa de los políticos”). Narra la historia de Anna Blume (Jazmín Diz), quien llega a una ciudad destruida en busca de su hermano William, corresponsal extranjero que ha desaparecido sin dejar rastro alguno hace 4 años. La protagonista se ve entonces tomada por la locura de esa ciudad a la que debe adaptarse como puede para sobrevivir, atrapada en esa suerte de laberinto oscuro y sin salida. En El país de las últimas cosas están los llamados “corredores” que no se detienen hasta morir de agotamiento y los “saltadores” que, tomados por la desesperanza, se arrojan desde lo alto de los edificios. También hay un gobierno dictatorial y militarizado que ha tomado el control y que ha prohibido los entierros, ya que los cadáveres son utilizados como combustible para el funcionamiento de la ciudad. Nada menos que los entierros, característica por excelencia de lo humano. En la errante búsqueda de su hermano, Anna va encontrándose con distintos personajes junto a los cuales intentará sobrevivir y, de esa manera, evitar la desaparición de su condición de humana. De ahí que, si todo lo que se conocía ha desaparecido para quedar reducido a sus restos y si la vida misma está a punto de desaparecer en cualquier momento, uno de los soportes principales de Anna (además del amor que se consuma con Sam) sea la escritura de una larga carta-diario que dirige a un amigo en el exterior como testimonio, como marca indeleble de su existencia en la tierra. El realizador Alejandro Chomski realiza una trasposición bastante solemne de la novela de Auster cuyo colmo es que el retrato del Dr Woburn, fundador de la residencia de asistencia a los desposeídos y desesperados, sea el del propio escritor. El director respeta la primera persona de la narradora, que se deja ver en los varios pasajes en voz en off (extraídos literalmente de la novela al borde del audiolibro) y que tienen el efecto de reponer el espíritu literario y la emoción del original, pero que hubiera sido más interesante elaborar mediante imágenes. Incluso se narran todas las situaciones de la novela (incluído el epígrafe de Hawthorne), con mínimas variaciones (como el hecho de que la escritura de la carta en la novela se inicia hacia el tramo final, mientras que en la película está presente desde el comienzo). Entonces, en el lapso de una hora y veinte minutos, ocurre que los distintos personajes, encarnados por un elenco de actores de distintas nacionalidades, no alcanzan a tener la profundidad interpretativa y dramática, que sí adquieren en la novela por su propia temporalidad narrativa. En este contexto no puede soslayarse que Paul Auster participó en la película como productor ejecutivo, que colaboró en el guión (aunque no figure acreditado) y que también tomo un papel relevante en la selección de los cortes finales. El resultado entonces es una película que no denota una apropiación por parte del director. Acaso una versión más libre, que ofreciera su propia lectura de la novela, habría funcionado mejor en términos de llegada emocional con el espectador. Sin embargo, lo que no consigue desde lo dramático, Chomsky logra transmitirlo desde lo técnico, donde la fotografía en blanco y negro, los contraluces, el diseño de arte y la música contribuyen a recrear visualmente ese abstracto país devastado que inventó la imaginación de Paul Auster. El uso del blanco y negro, los edificios derruidos y los restos desperdigados en las calles ofrecen el tono de lo gris, lo sórdido y la degradación moral, un tono propio de esa tierra de nadie donde reinan la crueldad y ley del más fuerte. El uso de la luz, por su parte, cifra la atmósfera oscura y opresiva de ciertos ambientes por los que deambula Anna, en oposición a la luminosidad de ciertos encuentros o personajes (como la generosidad de Isabel, el amor por Sam o la beneficencia de Victoria), donde los lazos afectivos y de solidaridad son la huella de la fuerza de la unión humana, que resiste a la depredación animal. Hay además un uso interesante de la ventana de la biblioteca por la que observa Anna, la cual permite el doble juego de un pequeño refugio de esperanza frente al paisaje desolador del exterior. Ese refugio se halla, al mismo tiempo, acechado por la incertidumbre de un futuro incierto que se divisa amenazante cada vez que se cubre por el humo negro de las chimeneas en el cielo. Todo esto se encuentra bien puntuado por los climax musicales, que oscilan entre lo melancólico, la tensión en los momentos de peligro y cierto toque de sosiego y alegría en la amorosidad del encuentro. Es una pena entonces que tamaño esfuerzo no se vea acompañado por interpretaciones actorales más convincentes, que puedan desplegar matices dramáticos acordes a las situaciones que atraviesan sus personajes.
LA DUPLICIDAD COMO ALEGORÍA SOCIAL Si hay algo que caracteriza a la filmografía del realizador argentino Maximiliano Schonfeld es configurar un universo de ficción propio que se afinca en la geografía y la idiosincrasia reconocible en sus orígenes entrerrianos, y donde siempre adquieren presencia los mitos y rituales propios del pago rural, al servicio de una función alegórica. En esta linea, en su última película Jesús López (2021, guion escrito en co-autoría con la escritora Selva Almada), el realizador confirma y profundiza esta búsqueda estética. En un primer plano de apariencia, la película trata sobre el fallecimiento inesperado y violento en un accidente automobilístico de Jesús López (Lucas Schell), una joven promesa de las carreras de autos de una comunidad rural de Entre Rios, y de cómo su primo Abel (Joaquín Spahn), un joven sin expectativas de futuro más que su cotidiano y rutinario trabajo en el campo, intenta ocupar ese lugar ahora vacío, tanto para sus padres como para el pueblo. La situación del duelo hace que los padres de Jesús comiencen a tratar a Abel como una suerte de hijo. Lo invitan a quedarse en su casa. Irene, madre de Jesus, le prodiga su afecto maternal y Cacho, el padre, lo invita a probar el auto en que corría su hijo e incluso a participar con ese auto en la carrera homenaje que le dedican. Abel se va vistiendo con las ropas de Jesús, comienza a frecuentar a sus amigos y a su ex novia y a prepararse para la carrera. Pero hete aquí que la pericia de Schonfeld, por el uso de una puesta en escena que dota a ciertos elementos de simbolismo, permite profundizar en otros aspectos. Poco a poco, ciertos elementos del orden de lo extraño y lo sobrenatural comienzan a invadir la realidad. La casa de Abel irradia desde el interior un rojo estilizado, signo del pathos de quien extraña, de la culpa del sobreviviente. Un brisa entra por la ventana, removiendo su pelo para ver hacia afuera, unas lenguas de fuego encendido. El perro de Abel comienza a manifestar inquietud y los perros del lugar aúllan cuando Abel pasa por la zona con el auto de Jesús. En el moto encuentro con los amigos de Jesús, Abel tiene la visión de su primo y comienza a seguirlo hasta que se esfuma en los silos. Estos fenómenos podríamos pensarlos como momentos de pérdida de la realidad que pueden suscitarse durante el proceso del duelo, pero ¿acaso la atmósfera religiosa y metafísica, ya presente en los nombres mismos de los primos, no nos permite pensar también que el alma de Jesús, cuya muerte quedó impune, se encuentra vagando en el mundo de los vivos? Tenemos allí, en esa indecibilidad, el efecto de lo fantástico plenamente logrado. De entrada, la imagen del comienzo presenta a un joven a contraluz andando en moto en plano frontal, con su melena al viento, que crea un efecto aurático de fuego que lo rodea, como si se tratara de un aparición del orden de lo sobrenatural. Seguidamente, hay un fundido encadenado con la imagen del rostro de Abel bajo la lluvia, en actitud de oración. Esta apertura ya sienta la clave fantástica y pone en escena el mito del doble (que se refuerza por la imagen del afiche promocional e incluso por el titulo donde el apellido López se presenta escrito en espejo), como elementos desde las cuales leer la película. En efecto, cada uno de los primos es la contrapartida del otro. Y no sólo físicamente (Jesús es alto y de cabellos largos, respondiendo a la fisonomía de la imagen de Cristo; mientras que Abel es más bajito y responde al tipo del rubio de ojos claros), sino también a nivel del temperamento: donde Jesús es el temerario, Abel es el tímido y sosegado. Para Abel, el primo Jesús es el Ideal a seguir, el emblema de una salvación posible, una salida de la cansina monotonía de la vida de campo. Por otra parte, siguiendo la linea del doble, es interesante el recurso a nivel visual que emplea el director para dar cuenta de lo que podemos llamar vampirismo o posesión espiritual de Jesús respecto de Abel, transformación que es seguida de la escena en la cual, ante el altar dedicado a Jesús por los amigos en lo que podemos estimar como el lugar del accidente, Abel cede unas gotas de su sangre. En adelante, las ropas de color oscuro de Jesús harían suponer la lectura de un ángel caído en desgracia, enojado, el cual, en su resurrección y sirviéndose de otro cuerpo, buscaría venganza; temática que es sugerida en la escena de la persecución y toreo del auto del joven que lo chocó y provocó su muerte. Schonfeld se codea con el terror, pero sin embargo toda la construcción visual de la película, apoyada en una puesta en escena luminosa y hasta encantada (sosteniendo esos espléndidos amaneceres u ocasos en el campo y la música armoniosa que los acompaña, que contrastan fuertemente con la paleta de colores apagada y oscura que presentaba La helada negra, 2015), nos presagia la deriva hacia un sentido de trascendencia. Llegados a este punto, podríamos dar una vuelta más y preguntarnos: ¿Qué se propondría revelarnos el director al servirse de la potencia poética de las imágenes y del mito del doble? Porque no se trata tampoco de un thriller psicológico de posesión. Y aquí quizá sea oportuno mencionar el detalle de que el auto de carreras de Jesús lleva los colores de la bandera de Entre Ríos. En este sentido, el director se nutre acertadamente del lirismo de las imágenes y de la música para construir una bella alegoría del desencanto juvenil en una tierra que no les ofrece puntos de apoyo para construir un proyecto de vida, que los deja divididos y desesperanzados entre una tradición agraria arrasada por la codicia sojera y un progreso (tecnológico, quizás) que no prospera, que se desvanece como un sueño efímero.
CUANDO LO PERSONAL ES POLÍTICO La opera prima de la realizadora argentina Natalia Labaké, La vida dormida (2020), se mueve entre el documental político y la película casera para brindar un retrato de una familia patriarcal; focalizando en particular el lugar de las mujeres en esta familia. La directora es la nieta de Juan Gabriel Labaké, ferviente militante peronista de derecha que fue representante legal de Isabel Perón y asesor de campaña del ex-presidente Carlos Menem. En un primer tiempo, la película recupera filmaciones caseras realizadas por su abuela Haydeé, esposa de Juan Labaké. De este material, el comienzo ya marca el tono de lo que se irá desplegando en las distintas escenas. Haydeé se filma a sí misma en el marco de un espejo y luego en el marco de una puerta, arreglándose para acompañar a su esposo a un evento político. De esta manera, se recorta el lugar de la mujer en esta familia, encerrada en un rol fijo e inamovible: la esposa que entrega su vida a la consagración laboral de su marido, la madre abnegada en la crianza de los hijos, es decir, el decorado necesario para crear la imagen marketinera de familia tradicional, siempre funcional a las aspiraciones políticas. Haydeé está coagulada en los espejismos de una vida de apariencias, encandilada en las ilusiones de la vida acomodada que brindan las mieles de la política. En lo que sigue del material, es Haydeé la que filma la vida política de su esposo. Esta posición detrás de cámara también da cuenta de su lugar marginal, accesorio, mientras que el protagonismo es de Juan, recostado en una hamaca paraguaya como “el rey de la isla” o filmado como un “playboy” que se rodea de jovencitas en las playas del caribe. El patriarca con su voz de mando, y a veces solamente con sus gestos, ejerce el lugar de la censura que marca el cuerpo de Haydeé: borra fragmentos de filmaciones donde es Haydée la que habla, hace el gesto con la mano para que corte la filmación (cuando se llega a asuntos picantes en la conversación), o coloca la mano en señal de espera para que no lo interrumpa en sus serias e importantes conversaciones y negocios con la política. Tanto en los mitines políticos como en las tertulias de familia, el protagonismo es claramente de los hombres que alzan su voz en largos y acalorados debates, en anécdotas o en enardecidos discursos cargados de mística y redención. Las mujeres mientras tanto permanecen apartadas, a un costado, escuchando en silencio. La cofradía de “los muchachos peronistas”, como reza la conocida marcha (que nunca puede faltar en estas ocasiones), segrega, menosprecia e invisibiliza a sus mujeres; reducidas a mero empaque bello y a su solitaria función procreadora. Como mucho, acaso puedan aspirar a comunicarse sus pesares entre ellas, a través de susurros (no sea cosa de importunar a los amos con nimiedades). O quizás, como le ocurre a Haydeé después de años de sacrificio, puedan recibir una vana placa que las mencione con la nefasta idea de que detrás o al lado de un gran hombre (pero quietita, sonriente y calladita), hay una gran mujer: “el ángel de la fuerza de la recuperación peronista”. En este evento político al que me refiero, contrasta el homenaje como mero gesto para la militancia con la imagen de Evita, colgada en la pared detrás del palco, devenida ahora en mudo emblema simbólico pero que supo ser una de las pocas mujeres de la causa peronista en tener un verdadero papel activo y transformador. Frente a este material fílmico familiar la directora, como también lo hizo Natalia Garayalde en Esquirlas, se para con una apuesta ética que no consiste solamente en recuperar el pasado, sino también en interrogarlo y reinterpretarlo desde el presente. Ahora ella como nieta, como mujer, continua detrás de cámara, pero para volcar su mirada ya no hacia los hombres de la familia sino hacia las mujeres, siguiendo especialmente a su tía Bibiana y a su hermana Agustina. El poder patriarcal marca los cuerpos de las mujeres y esto no ocurre sin consecuencias. El paso del tiempo revela ahora lo que no se veía o no se escuchaba, muestra los estragos de años de silencio. Bibiana, que antes fuera tan bella, tan llena de sueños, se encuentra ahora internada en un Centro de Rehabilitación; su semblante denota un profundo dolor y se mueve con movimientos aletargados. Agustina, antes una bebé muy tranquila que posaba para la cámara de la abuela, inmovilizada con ojos vidriosos en el cochecito en lugar de estar correteando y jugando, hoy se presenta como una joven angustiada, que intenta exorcizar sus demonios con constelaciones familiares. Pero estas mujeres de la familia, ante la cámara, hoy pueden comenzar a despertar y a ejercer el acto de tomar la palabra. Bibiana puede expresar su enojo con ese hombre de su vida que no la entendió, incluso sus deseos de que llegase la muerte como fin a su calvario. Agustina puede interpelar a su madre sobre su obnulamiento ante las ilusiones que la cegaban frente a las tenebrosas oscuridades de una familia inmersa en la política. En este punto es donde el auto-retrato de familia hace pasar lo personal hacia el plano político, porque la película no solo es un espejo donde muchas mujeres pueden verse reflejadas en ese manto de silencio que pesa sobre ellas y que se transmite de generación en generación, sino que también las insta a perder el miedo, a no dormirse ya nunca más ante la imperativa voz del patriarcado y poder entonces enunciar y sostener con vehemencia las suyas.
Del encierro a la libertad: En el comienzo es la sorpresa: de los vecinos del barrio de Ferreñafe y de su empleadora. Mari (María Luisa Suárez) es empleada doméstica en varias casas en Capital Federal, incluso desde hace muchos años trabaja en la de la realizadora cinematográfica Adriana Yurcovich. Su vida la dedica al trabajo y a asistir a la Iglesia evangélica. Ni sus vecinos o empleadores conocían la realidad de su vida doméstica. Ella no contaba nada y nadie tampoco preguntaba. Hasta que un día en un acto de valentía y empoderamiento, Mari decidió dejar su hogar y solicitó permiso para alojarse en la casa de la familia de la directora. Al tomar contacto con su historia, las realizadoras Adriana Yurcovivh y Marina Turieh (madre e hija) decidieron realizar un documental que la toma como protagonista, en contraposición a una vida siempre en rol secundario. La de Mari en el comienzo es la situación de una mujer proveniente del interior del país, que con escasos recursos y un hijo viene a Buenos Aires en busca de una vida mejor, pero se ve envuelta en el infierno de la violencia de género. Su pareja es un hombre celoso y posesivo, que se emborracha, le pega y la amenaza cuando se retrasa en sus actividades por algún motivo nimio. Este hombre lentamente fue coartando sus vínculos con la familia y permanentemente la menosprecia. El vinculo se perpetúa, pese al miedo, por los pedidos de perdón y las promesas de cambio, que pronto se desinflan, reiniciándose el circuito de maltrato. Una noche, la del 8 de Marzo, Mari regresa algo más tarde de la Iglesia luego de ver una película sobre la violencia hacia las mujeres. Su pareja ha puesto un candado en la reja de entrada y Mari no puede ingresar a su hogar, donde vive además junto a dos de sus hijos y nietos. Estas situaciones le dan el impulso para no regresar más. El candado es un elemento significativo: la sitúa como prisionera en su propio hogar, a merced del amo patriarcal que dispone de su cuerpo y de su voz como si fuera su propiedad. El documental, en clave realista, reconstruye la historia del pasado de Mari a partir de las conversaciones entre ella y la directora y la va siguiendo en su camino de transformación. Los primeros tiempos son difíciles: Mari tiene que lidiar con el acoso telefónico de este hombre que le pide regresar, con las habladurías injuriantes que siembra por el barrio, con el momento de realizar la denuncia policial como modo de ponerle un freno, con el enojo de sus hijos, que no entienden su reacción y viven su acto de emancipación como un abandono. A través de las fotos de su infancia, se desprende que Mari abandonó prontamente el colegio para trabajar desde niña en el campo en Santiago del Estero, bajo el rigor de un padre que le pegaba. La posición de Mari se inserta entonces en una genealogía de mujeres sin voz que, educadas en el mandato de la abnegación (reproducido en la actualidad como consejo por la iglesia evangélica), tomaban como natural el sometimiento del macho hacia ellas. Un aspecto interesante del documental es el cambio espacial en el cual va retratando a Mari y que va transmitiendo su cambio de posición subjetiva. Al comienzo, se la observa realizando tareas de limpieza o cocinando, como lugares tradicionales para la mujer. El cuerpo de Mari, poco a poco se desplaza hacia otros territorios. Cumple el sueño de terminar la escuela primaria y continua estudiando en el secundario. Se hace de nuevos amigos, recibe las visitas de su familia y se arregla para ir a bailar con sus amigas del barrio. El corte de cabello, abandonando el largo por uno más corto y determinado, traduce una profunda mutación interior. Mari ya no es esposa, madre y ama de casa; recupera su lugar como mujer deseante y posible de ser deseada. Recobra la alegría y el entusiasmo como producto del poder de decidir sobre su propia vida, sin ya importarle el qué dirán. Mari es una película austera y genuina que evita los vicios en que podría incurrir teniendo en cuenta la temática que aborda. Evitando el discurso panfletario, la abyección o la victimización de su protagonista, visibiliza la problemática de la violencia de género que continúan padeciendo muchas mujeres y retrata el camino de una mujer hacia su libertad, que no se desarrolla sin la sororidad entre mujeres.
Es sabido que cuando nacemos advenimos a un mundo simbólico que está previamente constituido y que somos determinados por aquellos deseos e ideales que nuestros padres han depositado en nosotros. De ahí que nos preceda un discurso externo y ajeno, que se nos impone. De qué hagamos con aquello que heredamos dependerá nuestra posición. Son estas cuestiones las que aborda God of the Piano (2019), pelicula del director israelí Itay Tal. Anat es una pianista de música clásica. Proviene de un linaje de músicos. Su padre ha realizado composiciones musicales, ocupa un cargo importante en la dirección del conservatorio y es un admirador del músico más reconocido en su país, Rafael Ben Ari. El patriarca tiene la premisa de que: “Hay músicos y hay técnicos”. Su hermano también es músico, pero está estancado en las mismas composiciones, sin lograr destacarse. Anat rompe bolsa en medio de un concierto. Su padre y su hermano la acompañan en auto al hospital. En el camino, el padre al volante le indica a su hijo que ponga un CD para que el bebé escuche la música, y luego del nacimiento del niño le deja como regalo un CD de Mozart para niños. Todo el foco y las esperanzas están puestas en el niño por venir, a quien esperan convertir en una suerte de niño prodigio y pianista virtuoso; que logre destacarse por un talento que ninguno de ellos ha logrado tener. Pero pese a los exitosos controles y pruebas durante el embarazo, la vida tiene sus aspectos imprevistos y nunca encaja totalmente en el programa familiar. Así sucede que Anat se entera de que su hijo ha nacido sordo, lo cual resulta en una enorme frustración y una herida para su narcisismo. En la nursery toma la decisión de intercambiar su bebé por otro sano, por lo que cargará con este secreto. La procesión vinculada al acto cometido irá por dentro y se revelará en unos pocos momentos de llanto. En su casa rechaza las llamadas promocionales del Instituto de Sordos, en el cual su esposo había inscripto al niño en un comienzo, negando todo contacto con su verdadero hijo, ese que osó desviarse de sus planes, suponiendo y asumiendo la vergüenza que significaría para su estricto padre. La elipsis temporal muestra a Idan como un niño de la familia, que toca el piano en reuniones familiares y se prepara para su primer concierto bajo la atenta mirada de su madre. Para cuando tenga 12 años, Anat lo inscribirá en el curso de ingreso para jóvenes principiantes del cual su padre es miembro del jurado evaluador que decide quién es admitido y quién no. Anat no deja que Idan se desvíe ni un minuto de su propósito. Vigila que practique, supervisa su primera composición musical con Rafael Ben Ari para asegurarse de que sea buena y hasta estará dispuesta a acostarse una noche con Ben Ari, a cambio de que le dé una composición musical que pueda hacer pasar como perteneciente a su hijo. Si tomamos las cosas desde el punto de vista de Idan, el destino de ser músico se impone sobre él, sin darle ninguna posibilidad de elección. Idan parece aceptarlo sin quejarse al comienzo, pero poco a poco buscará liberarse de esa prisión: interpretará piezas musicales a su manera y falsificará la firma del padre en la solicitud para realizar la salida anual escolar. El lazo de Edipo de Anat con su padre es el eje a partir del cual leer el film. Anat no ha vuelto ha tocar desde el nacimiento de Idan. Sus sueños han quedado relegados en esmerarse por hacer de Idan ese Dios del piano que complacería a su padre y así lograr su valoración y aceptación. En este punto, uno podría preguntarse si Anat tuvo a este hijo porque quiso o para darle a su padre ese hijo brillante que ni ella ni su hermano fueron para él. El padre de Idan está de sobra y no opera poniéndole coto a Anat en su obsesión. Anat siempre esta encima de él en función de convertirlo en el músico Ideal, no hay momentos tiernos ni de diversión entre ellos. Es claro que Idan no ha sido tanto fruto del amor de la pareja parental como la clara proyección del falo que Anat no tiene, buscando (por procuración de ese hijo-falo) ser ese músico talentoso y esperado por el padre, que ella no pudo ser al nacer mujer. God Of The Piano es una película interesante en cuanto al planteo de cómo los ideales familiares pueden marcar la subjetividad. La propuesta formal donde predominan planos fijos y donde el movimiento está solamente dado por los personajes en el cuadro o por el montaje, da cuenta de la rigidez del mandato familiar. Una mayor profundidad desde puesta en escena y una mayor variación en los registros de cámara y de género potenciarían mucho más el drama en cuestión.
Elogio de la resistencia: En tanto seres hablantes, la sexuación es asunto de invención singular y la adolescencia es un momento fecundo en lo que hace al despertar sexual. Para cada quien se trata de arreglárselas con el goce en el cuerpo propio y con el partenaire. ¿Pero cómo inventar la propia sexuación cuando la fijeza de las determinaciones del entorno social no admite disidencias? En torno a estas cuestiones transita Las mil y una (2020), segundo largometraje de la realizadora argentina oriunda de Corrientes Clarisa Navas. En un entorno eminentemente patriarcal y cuando se vive en condiciones de hacinamiento y de escasos recursos, una sexualidad disidente sólo puede ser vivida a escondidas, en los recovecos que se encuentran en el laberinto de pasillos. Pero al mismo tiempo, la clandestinidad que cobija puede resultar peligrosa cuando se trata de iniciarse en el deseo homosexual. La directora hace de Las mil (barrio de monoblocks vulnerable, en la periferia de Corrientes) un personaje clave en la película, el cual se acompaña de un interesante trabajo con la luz que puntúa, lo que es posible mostrar y lo que se esconde en la oscuridad de sus escaleras, pasadizos y portones. Iris (Sofía Cabrera) se presenta como una rareza. Desgarbada y de formas andróginas, su interés principal es jugar al basquet, viste principalmente ropa deportiva y no porta atributos de maquillaje o accesorios apunten a dirigirse al deseo del varón. Comienza a sentirse atraída por Renata (Ana Carolina García), una joven a quien recuerda de jugar en la cancha de basquet cuando eran más pequeñas. Renata ha vuelto recientemente al barrio, tras separarse de la pareja con quien vivía en Paraguay. El contraste entre ambas jóvenes -la tímida e insegura iniciada y la desenvuelta y directa experimentada- está muy bien trabajado desde la composición actoral y la disposición corporal de cada una de las actrices, plasmándose de manera hermosa en la primera conversación en el colectivo. Allí Iris da cuenta de su impoluta inexperiencia, de su momento de exploración y tránsito hacia una invención sexuada: mira de reojo, se toca la cara reiteradamente y se refiere a sí misma como “un ángel”. Esta nominación es retomada en adelante por Renata cuando le escriba textos o le envíe audios para verla, palabra amorosa que hace entrar en resonancia este film con Carol de Todd Haynes. La directora realiza un agudo retrato del entorno social opresivo y violento, manteniendo una mirada cruda y directa que evoca el realismo de Campusano. En Las mil…, los jóvenes en general no tienen proyección de futuro. Como Iris, la protagonista, muchos ya no concurren al colegio y descreen de la educación como herramienta de progreso social. En este entorno de desencanto que para los varones se reduce a juntarse a tomar alcohol y para las mujeres al destino de la maternidad a temprana edad, el disfrute de la sexualidad, el orgullo de los cuerpos, es la manera de aferrarse a algo del orden de la vida. El acento fuertemente patriarcal del barrio está planteado acertadamente por la directora a través de las experiencias homosexuales de Darío (Mauricio Vila) y Ale (Luis Molina), los primos y aliados de Iris. Lo que ocurre a escondidas permite un relajamiento de lo reprimido; sin embargo se toma al partenaire como objeto de posesión, se practica el sexo de manera violenta o se humilla al diferente entre varios, e incluso se lo viraliza. Se trata de formas de duplicación de la desigualdad de género en el seno de las relaciones homosexuales, donde demostrar el sometimiento del otro varón es una manera de reforzar la identificación viril. Esto asimismo se expresa mediante el chismorreo moralista en torno a Renata (que es sexualmente promiscua, tiene HIV y se droga), impiadoso con las vidas menos favorecidas como las travestis y transexuales del barrio. También se observa la violencia con que los hombres toman a las trabajadoras sexuales, expresando así su odio hacia el deseo femenino que vive a contramano del clásico proyecto familiar heteronormativo. Para Iris, involucrarse afectivamente con Renata implica el desafío de deponer los prejuicios que impone la moral social conservadora y de abrirse paso al despertar homosexual en un ambiente hostil, dispuesto a jugarle las mil y una, como reza el título. Pese a lo adverso, hay pequeños resquicios por donde se cuelan momentos de ternura, de alegría y de unión en la libertad de los cuerpos. Por allí fulgura el luminoso conjuro de la fuerza de las disidencias.
Y al fin andar sin pensamiento: El paso del tiempo, en el mejor de los casos, suele cambiarnos y por ende, cambiar la perspectiva de las cosas. Esta es la premisa sobre la cual se apoya Tiempo perdido (2019), opera prima de los realizadores argentinos Francisco Novick y Natalio Pagés, que puede caracterizarse como un drama intimista pero quizás con más precisión como un coming of age. En términos formales, es una película austera, mesurada y adecuadamente ejecutada. Está focalizada en el punto de vista de un protagonista adulto detenido en la adolescencia, donde el recurso al flashback está al servicio de reponer información del pasado. Agustín (Martín Slipak) vive hace seis años en Oslo. Allí tiene un cargo en la universidad y está realizando una investigación sobre la influencia de Ibsen en el teatro nórdico contemporáneo. Está casado con una mujer noruega que es pediatra, a quien define como inteligente y responsable. En suma, es una mujer que le es funcional y que le garantiza un orden de vida convencional. Un ciclo de conferencias sobre teatro nórdico patrocinado por la embajada de Noruega lo trae como expositor a Buenos Aires, luego de cierto tiempo. Su vestimenta de colores oscuros y fríos, su rutina fija de conferencias y horas en la biblioteca, su comentario sobre el trabajo de una colega calificándolo como “puro sentimentalismo vacío”, ya caracterizan su posición. La de Agustín es una vida monótona, dedicada al trabajo, marcada por un profundo y asfixiante sentido de la responsabilidad de devolverle a la sociedad la formación que ha recibido a través de sus eruditos estudios. Es el paradigma del neurótico obsesivo, consagrado a los devaneos intelectuales y al deber ser más que a la pasión vivificante, a la cual considera superflua e insignificante en relación con la hazaña racional de su gesta. En suma, el ocio de la vida es para él una pérdida de tiempo. Este viaje a Buenos Aires lo reencuentra con Marina (María Canale), un viejo amor de juventud, de quien se escabulle bajo pretexto de sus importantes conferencias. Como buen obsesivo, con sus obligaciones mata todo deseo que pueda aparecer en él y en ella, no sea cosa que pierda el control del rumbo de su vida. En oposición a él, Marina es una bocanada de aire fresco. Por su interés por la música y su carácter errático y ambiguo, encarna un deseo femenino temible. El circunspecto protagonista concreta en esta ocasión un reencuentro con Carlos (Cesar Brie), su profesor de literatura del secundario. Cuando Agustín se reúne con él, conserva del maestro su mirada de adolescente. Es una figura paterna idealizada. Sus clases ejercieron sobre él un influjo profundo que determinó su decisión de estudiar Letras. Agustín se dispone a declararle su devoción y a devolverle un libro de Ibsen que le prestó cuando era su profesor. Ibsen en este contexto es una intertextualidad acertada, ya que sus personajes generalmente se caracterizan por romper con las convenciones y los mandatos de la época, engendrando la pregunta acerca de si Agustín podrá liberarse del corset de su ritualizada vida. El encuentro de Agustín con Carlos convoca a preguntarnos una vez más: ¿Qué es un padre? ¿Es aquel que transmite un Ideal o aquel que transmite un deseo? Bajo la mirada adolescente de Agustín, Carlos y sus encendidas clases marcaron para él el rumbo hacia el ideal de la literatura, hacia su estudio meticuloso y razonado. Pero en la conversación, ese hombre al que mira con devoción comienza a aparecer bajo otro prisma. Tras el dolor por la separación de su esposa, ya no da clases y la literatura está lejos de ser su centro de interés, que hoy pasa por la felicidad de haber podido enamorarse otra vez. La conversación en el restaurante entre ambos es claramente un duelo donde se contraponen dos modos distintos de gozar: razón científica vs pasión romántica. Porque al fin y al cabo, ¿de qué sirve el saber sino podemos operar con él para ser más felices? ¿Es acaso tiempo perdido el que se le dedica al disfrute o el que se consagra devotamente al saber teórico sin consecuencias concretas? El reencuentro con Carlos marca para Agustín la caída del padre idealizado de la adolescencia, que ahora aparece bajo una nueva luz: la del padre que es capaz de transmitir su deseo por una mujer. Y acaso entonces pueda ser posible para él animarse a un desvío, jugársela por un amor.
Radiografía del deterioro del Estado: Lila (Liliana Juárez) y Marcela ( Rosario Bléfari) son dos empleadas del departamento de limpieza de una dependencia de Obras públicas. De manera informal, montaron en un área abandonada del edificio un comedor para sus compañeros de trabajo que les permite ganar dinero extra. Con varios años realizando la misma labor y aplastadas por la rutina alienante, las dos amigas sueñan con trabajar juntas en un bufete-restaurante en mejores condiciones, como modo de recuperar su dignidad. Con el cambio de gobierno asume una nueva directora que, en su discurso de presentación ante los empleados, promete supeditarse a las necesidades de los trabajadores y realizar mejoras que dignifiquen su trabajo. La cámara aprovecha la recorrida que la nueva directora realiza con los empleados por el edificio para mostrar la desidia y el abandono de los espacios públicos. Las oficinas se inundan, las herramientas de trabajo se deterioran sin reposición, los archivos se estancan juntando polvo; hay palomas anidando, gatos que pululan por allí y materiales en desuso desparramados. Este cambio de dirección busca un enfoque transparente del Estado, por lo cual se revisan y hasta se suspenden contratos. El comedor de las dos mujeres no sobrevive a dicho enfoque y es clausurado. La hija de Marcela también trabaja como contratada en limpieza. Preocupada por su futuro, Marcela le pide a Lila (veterana que conoce todos los recovecos) que la ayude y hasta mueva clandestinamente su expediente para evitar un despido. Con todo, el despido inevitable de la hija de Marcela produce un quiebre entre las dos amigas. Lila, en tanto, trata de ser condescendiente y hacer méritos con la nueva directora. Aprovechando la oportunidad de la confianza que cree haber ganado con ella, reabre un espacio deshabitado del edificio e instala un nuevo bufete-restaurante. Las culpas, los pases de factura y la competencia entre las ex amigas se ponen al día en una lucha feroz que cada vez se hace más encarnizada. En este drama social, trabajado con austeros pero efectivos recursos formales y matizado en su dureza por el tono de comedia, se destaca la labor interpretativa de las protagonistas, que sostienen sus personajes con gran naturalidad. En Planta permanente Ezequiel Radusky se apoya en un guión sólidamente construido que, a pesar de las reconocibles referencias políticas que cuestiona, logra transmitir una acertada radiografía de la degradación del concepto de Estado. Bajo el slogan de la transparencia e infiltrado por la lógica capitalista, el Estado ya no cuida ni valora a sus empleados, deteriora los lazos humanos al calor de la precarización laboral y se reduce a ser un espacio donde los amigos del poder político pueden realizar libremente sus negocios.
El arte como posibilidad de sanación: La vida es una sucesión de continuas separaciones hasta aquella separación final que es la muerte. Les enfants d’Isadora (2019), del realizador y bailarín Damien Manivel, toma como punto de partida la pieza de danza Mother de la bailarina y coreógrafa estadounidense Isadora Duncan. Esta danza solista surgió cuando Isadora pudo volver a su arte luego de un periodo de abatimiento depresivo debido al trágico fallecimiento de sus dos pequeños hijos en un accidente automovilístico que los ahogó en el Rio Sena. La pieza representa el momento en que Isadora lleva los cuerpos de sus hijos a su morada final y su despedida de ellos al elevarse sus espíritus hacia el cielo. Esta danza se presenta entonces como modo de bordear y tramitar líricamente el agujero de ese imposible de decir que es la trágica pérdida de los hijos. La película se estructura en tres partes; por un lado tres variaciones/encarnaciones singulares de la pieza, por el otro tres momentos de la vida de Isadora: juventud, madurez y vejez. En la primera parte una joven bailarina lee fragmentos de la biografía de Isadora, investiga sobre el trágico accidente en internet y toma apuntes como preparación para recrearla frente al espejo en una sala de danza. En la segunda, una profesora de danza que extraña a sus dos hijos en el exterior prepara a una alumna con síndrome de Down para la representación teatral de la pieza. La tercera parte se detiene en el rostro de una espectadora durante la función teatral de La madre. La mujer (anciana, de color, con sobrepeso) lagrimea conmovida. Su conmoción se debe a que la obra le resuena de manera íntima (en su casa tiene un altar dedicado a un niño que podemos presumir como fallecido). Entonces apreciamos cómo, al volver del teatro a la soledad de su hogar, recrea nuevamente a su manera la pieza de danza. Los abundantes planos cerrados y fijos capturan los gestos danzantes de cada una de las tres intérpretes con paciencia y quietud (incluso al optar por no utilizar música). Como efecto se está en presencia de una estatua que lentamente cobra movimiento, expresando coreográficamente el conflicto entre las fuerzas resistentes de la tristeza y las móviles de eros que apuntan a la curación. La posición que sostenía Isadora es que cualquier persona puede encontrar su particular modo de danzar. De este modo el título de la película refiere no solo a sus hijos fallecidos sino también a todos aquellos que continúan manteniendo vivo su legado como artista de la danza. Les enfants d’Isadora es tanto un sentido homenaje a Isadora Duncan (considerada la fundadora de la danza moderna) como una puesta en acto de las posibilidades sanadoras del arte, capaz de transformar la marcas mortificadas del cuerpo en una poética vivificante.