Jersey Boys: Persiguiendo la música

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

¿Cómo se hace para reconocer a un maestro? En las películas de artes marciales chinas, un maestro es alguien bien distinto de un luchador virtuoso: mientras que el segundo puede ser capaz de realizar cualquier proeza para vencer al enemigo, el maestro, en cambio, derrota al rival siempre con algún movimiento imperceptible, casi invisible, está tan seguro de sus habilidades que no necesita exhibirlas. En el cine la cosa no es muy distinta. Si las películas de Clint Eastwood venían demostrando un nivel de refinamiento visual y narrativo únicos, inhallables en otros directores, Jersey Boys: Persiguiendo la música representa una apuesta todavía más fuerte porque ahí el director, inesperadamente, desaparece, se borra a sí mismo de la puesta en escena. No es que Jersey Boys no deje entrever el pulso narrativo y estético característico de Eastwood, pero le faltan la elegancia de planos más largos, de encuadres más milimétricos o un trabajo más reposado de la palabra. La alquimia resulta curiosa, casi imposible: Jersey Boys es quizás la película menos sofisticada del último Eastwood y, sin embargo, se muestra increíblemente efectiva a la hora de sumergir al espectador en su mundo. El guión despliega unos personajes rara vez observados en otras películas suyas como el del productor, un gay exagerado que pertenece más a una farsa o una picaresca que a un relato de época que aspira a cierta credibilidad. El estereotipo de los italianos también es pintoresco, apenas un chiste burdo que renuncia a cualquier intento de sociología en apenas una escena, la de la comida familiar de Frankie y sus padres (y que habrá de replicarse, en parte, en la cena posterior con Mary). El relato opera de manera tan tosca que, ni bien empieza, el guión presenta ruidosamente el que será su dispositivo narrativo preferido: personajes que, sin salir de su propio mundo, hablan a la cámara y cuentan la historia directamente al público, cada uno desde su punto de vista. El recurso es claro, económico, ahorra información y escenas tanto como sutilezas, y emparenta la película con los apartes del teatro más popular (como el del Shakespeare de Ricardo III) o de House of Cards, la serie de televisión que apela todo el tiempo al mismo recurso. Es como si Jersey Boys se hubiera despojado voluntariamente del halo de respeto y seriedad con el que cargaban películas como J. Edgar o Invictus, como si tratara de sacudirse en un mismo movimiento esa distinción tanto como el virtuosismo que venía signando el último cine de Eastwood; ahora, en cambio, lo que (se) cuenta es la historia, hay que fundir al espectador con los personajes, colocarlos bien cerca del relato hasta que el trabajo de la cámara deje de percibirse, que en vez de planos sobrecogedores y habitaciones iluminadas exquisitamente haya pedazos en bruto de universo. La película no se esfuerza en capturar el ojo con la belleza habitual del cine de Eastwood porque está más interesada en atrapar el corazón de su público, en hacerlos sentir la misma euforia y el mismo dolor que sus cuatro protagonistas, y por eso es que Jersey Boys carece de imágenes como la que abría Invictus (el plano simple de una ruta que de a poco se revelaba como una metáfora sutílisima de un país dividido): los planos continúan siendo tan efectivos y elaborados como en toda la filmografía de Eastwood pero, también, lo suficientemente comunes y funcionales a la trama como para conseguir que se olvide su presencia.

Entonces, Eastwood se parece un poco a esos maestros de las películas de artes marciales chinas: él también hace mucho con poco, se invisibiliza, deja las piruetas y las pruebas de destreza cinematográficas a otros. La historia de Jersey Boys se inicia en movimiento, con el personaje de Tommy DeVito hablando a cámara y caminando por el barrio; habla rápido y dice muchas cosas, sitúa la historia, los roles de cada uno y el contexto en apenas un par de frases, y todo eso mientras se presenta a sí mismo como un presumido insoportable. De ahí en más, la película no para ni un segundo, se parece al coche que atraviesa enloquecido en dos ruedas y sin poder frenar la calles de la ciudad hasta que va a estrellarse a una vidriera. Solo que Jersey Boys no se estrella, porque incluso el drama (momento de pausa previsible, lo más similar a un freno narrativo) es frenético; desde un problema de dinero con la mafia hasta una tragedia familiar, el relato parece apropiarse del ritmo incansable del grupo y sus integrantes ignorantes de la felicidad y los placeres calmos (Solo el personaje de Christopher Walken escapa a esa lógica: su mafioso de buen corazón parece moverse en un mundo ligeramente distinto del de los protagonistas, lejos de la agitación y la vorágine que marcan sus vidas. El cariño que Eastwood siente por el gángster de Walken queda patente en el hecho de convertirlo en una especie de ángel de la guarda del grupo que más de una vez oficia en la trama como comic relief, incluso al costo de romper con el clima de tensión de toda una escena. Walken, bien distante del estereotipo del mafioso violento y sanguinario que instalaron el cine de Coppola y Scorsese, se muestra a sus anchas componiendo a un personaje que se toma todo un poco en sorna, que regala sonrisas allí donde solo hay miseria y traiciones).

Eastwood desaparece, decíamos, renuncia a los signos más distintivos de sus estilo, prefiere mezclarse con la materia de la historia. Pero sobre el final, el director, todavía lejos de cualquier pretensión de sofisticación, deja ver su mano, solo que se trata de una aparición evidente, incluso grosera, impropia de alguien que carga con el título de “el último de los cineastas clásicos”, como si fuera el gesto de un narrador identificado plenamente con la historia que interviene para llevarla por un camino específico, para darle el giro preferido. Se nota sobre todo en la escena en la que la muerte golpea a Frankie: la película resuelve el funeral y el duelo en apenas unos pocos planos rápidos, como quien no quiere perder tiempo en asuntos de ultratumba porque está demasiado ocupado en vivir (un poco como en Más allá de la vida). Allí ocurre algo raro: para ese momento ya fueron tres los miembros del grupo que tuvieron su turno para contar la historia frente al público, solo falta Frankie. Y en el entierro, la cámara se acerca a su cara, como si finalmente hubiera llegado su turno, el momento de escuchar su palabra, pero el actor mira a cámara y no dice nada. Algo similar ocurre en la escena del departamento cuando la compañera de Frankie se va: allí el personaje empieza hablando solo, sin dirigirse a nadie, y todo indica que es a nosotros a quién habla, pero el plano revela poco después que el cantante le hablaba a su novia, que estaba en otra habitación. La película construye un suspenso alrededor del testimonio de su protagonista, genera de manera evidente una expectativa en torno a lo que dirá, pero cuando finalmente tiene la palabra frente a cámara (en la última escena), la película lo hace hablar a la par de sus compañeros y, francamente, Valli no dice nada muy interesante, tiene un discurso acartonado, como estudiado de antemano, sin una pizca de la gracia y el atractivo del de Tommy que, aunque estafador y canchero intolerable, por lo menos es sincero. Entonces, todo el asunto del discurso de Valli que no llega pareciera ser solo un mecanismo un poco mecánico del guión, apenas otro recurso para implicar todavía más al público que, cuando finalmente llega, es fugaz y no está a la altura de lo esperado; la moraleja aquí podría ser que el final del cuento, con el cierre de Valli, era solo una excusa, un punto de llegada, y que mientras esperábamos ese momento, en verdad fuimos seducidos por el único relato que verdaderamente importababa, el que enhebra la película a lo largo de sus poco más de dos horas acerca del ascenso y caída de un grupo de chicos de barrio.

Pero hay otra cosa. Lejos de los rigores de la puesta más clásica de otras películas suyas, Eastwood, que parece haber sido siempre un fanático del jazz, el blues y la música popular norteamericana, no oculta la simpatía que le producen sus protagonistas y su deseo de depararles el mejor de los destinos. Después de la tragedia, punto de tensión máximo obligado de cualquier historia de ascenso y caída (o de cualquier historia a secas), el director no tiene miedo de que se noten los esfuerzos demasiado notorios de la película por construir algo así como un súper mega happy end. La cuestión es que, más allá de todos los fracasos, rencores y malas decisiones del grupo, la película dispone de corrido, casi sin dar respiro, tres escenas estruendosamente felices, capaces de devolver el ánimo y la esperanza hasta al más desconfiado de los espectadores. Primero será el éxito que consagre la carrera solista de Vallie acompañado de Bob Gaudio como compositor, después la reunión a fines de los 90 del grupo (tras muchos años sin tocar juntos) y, finalmente, ya clausurado el relato, llegará un número musical con todos los personajes de la historia, amigos y enemigos, vivos y muertos, bailando en artificioso set de cine como los de las comedias musicales de los 50 (el único momento en que la película traza un vínculo nítido con el musical de Broadway en el que se basa). La seguidilla de tres escenas es forzada e inverosímil y no responde a otra razón más que a la voluntad de un director que, habiendo olvidado los tics más reconocibles de su estilo, encauza su película hacia el baile y la celebración más alegres como tratando de prolongar un poco más la experiencia, de demorar unos minutos extra la salida de la sala. Si durante una buena parte de Jersey Boys Eastwood no aparece por ningún lado, sobre el final irrumpe de la manera más ruidosa y festiva posible como no lo había hecho nunca antes; los últimos planos de la película, tomas contrapicadas de sus actores respirando agitados y manteniendo la pose de la coreografía, revelan a un director demasiado enamorado de sus criaturas y de su tema, alguien que extiende aunque sea unos segundos más el cierre porque se encuentra atado fuertemente al mundo de la historia, que como nosotros quiere que la música y el baile y la fiesta sigan: una escena más, un número más, unos segundos, un plano más. Y está bien: los maestros tienen el mismo derecho a la felicidad que los demás.