Jack Reacher - Bajo la mira

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Jack Reacher muestra sus cartas en la primera escena: un francotirador barre con la mira telescópica la poblada orilla de un río y a sus habitantes ocasionales. Su mirada se posa en uno, después en otro, incluso sigue a los que se mueven, como si estuviera señalando que la suya, además de invisible, es una amenaza implacable. Invisible; el espectador de cine está en condiciones similares porque puede ver libremente, incluso desde la distancia más segura, siempre sin ser descubierto, sin que los otros sepan de su existencia. Acá es donde el comienzo toma carrera; después de la tensión casi insoportable que se construye durante el tiempo que dura el plano de la mirilla, de golpe empiezan los disparos y el suspenso cobra un matiz distinto: el dispositivo visual y pulsional elaborado por la película nos obliga a ponernos del lado del francotirador (después de todo, estamos junto a él, vemos a través de sus ojos, a través de su rifle), y ahora nos preocupa el destino de cada disparo, evaluamos las posibilidades de escape de cada blanco, las ventajas y obstáculos de cada tiro, palpitamos cada movimiento fugaz del arma (es decir, del plano), nos pone en vilo la perspectiva de un tiro fallido. No obstante, fiel a su carácter narrativo, ese complicado mecanismo habrá de revelar sus causas después, como viniendo a decir que nada en el aparataje de Jack Reacher es gratuito.

Este primer acercamiento resume perfectamente la propuesta: sin importar su origen literario (una novela de Lee Child, One Shot) Jack Reacher: Bajo la mira piensa en planos, en paneos, procede mediante recursos y convenciones cinematográficas. Es natural, entonces, que el protagonista sea Tom Cruise, un actor de cine, imposible de imaginar por fuera de los límites de una pantalla. Tom Cruise no podría declamar a viva voz en un teatro o interpretar un papel en una serie televisiva que se concentra pura y exclusivamente en los primeros planos; lo suyo es el trabajo con la cara, sí, con una gestualidad contenida que proviene del cine (y que por lo general no sale de sus límites) pero también con el cuerpo, haciendo de la acción de caminar, lanzar un golpe o tomar una cerveza un movimiento dirigido solo hacia la cámara, incapaz de ser captado por los dispositivos de otros lenguajes. Jack Reacher toda está hecha de pequeños gestos cruiseanos, tanto que hasta se permite reírse de eso cuando Reacher le habla a Helen (Rosamund Pike, que está cada día más fuerte) a pocos centímetros de distancia, en una habitación de hotel barato, sin camisa y realizando un notorio esfuerzo por trabar los músculos y meter la panza. El momento no puede más que invitar a la risa pero, eso sí, a una risa amable, que no se cifra en el cancherismo autoconsciente ni en el desprecio por lo que se cuenta; el remate, previsible pero no por eso menos cómico, queda a cargo de Helen, que finalmente le pide que se ponga algo encima.

La película depende constantemente de ese equilibrismo que implica la burla sobre los propios materiales pero que no desmerece ni le resta seriedad a lo que se narra. No es que Jack Reacher sea una película seria, pero sí se toma las cosas bastante en serio cuando tiene que lidiar con el género, o sea, a la hora de filmar un tiroteo, planear una intriga o pintar un villano. Por ejemplo, está la persecución de autos sin música (ni siquiera la más común de percusión) en la que el director aprovecha maravillosamente el sonido, en especial de los motores y las frenadas. También el villano que compone Herzog demuestra la inteligencia descrita antes: la historia acerca de cómo en sus tiempos de prisionero en Siberia se arrancó a mordiscones todos los dedos de una mano para no ser forzado a trabajar en una mina de azufre es exagerada y también representa una maniobra elegante del guión por sobre el terreno de la parodia. Pero la credibilidad que le otorga Herzog a su papel, la manera en que le imprime a su personaje un oscuro fondo de terror y tragedia hace que su relato nunca sea del todo paródico y que armonice con el resto de la trama. Incluso en sus escenas más exageradas y que rozan la estereotipia, Zec resulta pertubador y curiosamente atractivo, como si al director Christopher McQuarrie le costara un gran trabajo dejar de observarlo en primer plano (eso se debe en buena medida a la forma en que Herzog se entrega al personaje, sin reservas ni miedo al exceso).

Un final que alardea de un violentísimo acto de justicia por mano propia es el corolario sorpresivo y un poco deforme de una película con un comienzo igualmente desquiciado: un juez y un detective se preocupan porque el hombre al que buscan, un tal Jack Reacher, es un ex militar especialista en la evasión, imposible de rastrear. Ni bien termina el diálogo con el que se introduce al personaje, el mismo Reacher entra en el despacho del juez y se presenta. Uno podría reírse si no fuera porque todavía se está recuperando del desgaste emocional que supone la anterior escena del francotirador, y eso que todavía no imagina que lo que sigue es una trama consistente y entretenida en la que algún que otro chiste en clave “meta” no resta fuerza a la intriga ni brutalidad a los momentos de acción. Es como cuando varios personajes escuchan el nombre del villano, “el Zec”, y traducen la palabra al inglés: de golpe todos saben ruso, tanto un militar de elite retirado como una abogada exitosa. Sin embargo, eso no vuelve menos interesante la revelación acerca del pasado del mejor villano cinematográfico del año.