Jack en la caja maldita

Crítica de Jessica Johanna - El Espectador Avezado

Con un poco de retraso, ni más ni menos que el año en que su director estrena la secuela de ésta, llega a cartelera una película de terror británica que se suma a aquellas producciones baratas y escondidas que sólo encuentran su lugar en huecos que llenan, la mayoría de las veces, sin mayores sorpresas. The Jack in the Box, película del 2019, es uno de estos casos.
Hay seres, criaturas y objetos que con su sola presencia generan si no es terror cierta incomodidad. Los payasos son uno de ellos. Y el cine de terror los ha explotado, algunos con tanto éxito que han sabido crear figuras que se convertirían en icónicas del género. The Jack in the Box pone toda su fe en un muñeco payaso que sale de una vieja caja de madera cerrada a la que uno le da cuerda. El susto, en este caso, no radicará en esa aparición sorpresa sino en lo que sucede después, cuando se descubre que es una entidad diabólica y primitiva que busca almas a las que llevarse con él.
Una historia poco original pero con elementos del terror que deberían funcionar y la imagen rica y poderosa de este muñeco no son suficientes para una película de terror en la que fallan unos cuantos aspectos pero en especial aquel que suele ser imprescindible: el clima. Un breve prólogo nos muestra a un hombre que encuentra en la tierra una caja que se lleva a su casa para que luego el payaso que habita en ella, cobrando vida de la talla humana, se lleve a su mujer.
Pronto conocemos al protagonista, Casey: un joven que acaba de llegar a Hawthorne para trabajar en el museo local. El mismo día que llega, junto a la otra empleada, una joven lugareña, revisan objetos viejos que reciben para saber qué cosas pueden servir y cuáles son simplemente basuras. Tal como podemos suponer, la caja aparece y llama la atención. Si bien detrás del personaje de Casey se halla una historia de redención y arrepentimientos que podría haberse explotado mejor, en general la película se sucede entre previsibles y anodinas escenas que, por un lado se encargan de delinear al personaje sin mucha magia (como las aburridas escenas de conversación con su compañera) y por el otro la historia de terror que tampoco profundiza demasiado en la mitología que tiene de trasfondo, con el conteo de las almas que va captando el siniestro payaso que pretende generar un in crescendo. Esto hasta que se hilen cabos y se intente detenerlo.
Todos los lugares comunes y trillados: un protagonista al que no le creen, extrañas desapariciones, un escenario llamativo (el museo, aunque no logra destacarse como tal), un experto en estas cuestiones demonológicas. Su director y guionista Lawrence Fowler ni siquiera consigue resaltarse a la hora de mostrar las sangrientas muertes; se suceden todas de manera rápida y poco original o directamente fuera de cámara, lo cual no permite generar emoción alguna, ni la impresión que pueden causar suculentas y sangrientas escenas ni la risa que a veces unos efectos artesanales y exagerados pueden crear. Todo sucede como un trámite.
El arte del muñeco, tanto como tal como cuando cobra vida, es la parte más destacable de la insustancial propuesta. En una película más terrorífica o divertida justamente habría tenido oportunidad de convertirse en objeto de disfraces o arte inspirado en él. Pero no alcanza con decir lo evidente: los payasos dan miedo, de por sí, y eso solo no hace una película de terror.
Sin embargo vale destacar que a principio de este año el director estrenó en streaming en UK la secuela, llamada como la original con el agregado «The Awakening» (El despertar). No la he visto y desconozco si llegará a salas, lo cierto es que me genera nula expectativa. Porque Fowler repite como director y como guionista y en esta primera falla en ambos roles.