Iron Man 2

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Iron Man es uno de los pocos superhéroes cuya versión cinematográfica consigue sostener una visión crítica del mundo sin por eso ceder terreno a ningún mensaje de corte moralista como ocurre, por ejemplo, en las X-Men con la integración social o en la primera Hulk con la ciencia y el militarismo. A diferencia de esas películas, en los que el discurso es recargado y grave y a veces hasta desplaza al universo del cómic original, en Iron Man 2 el comentario sobre la tecnología y la sociedad es transparente y se maneja siempre dentro de los límites del género, aunque sin perder nunca espesor ideológico. Mientras que en Batman, el caballero de la noche (la mejor película de superhéroes de todos los tiempos), Christopher Nolan se circunscribía al marco político de la ciudad y lo utilizaba como metáfora de toda una nación, Jon Favreau habla de un país con nombre y apellido (Estados Unidos) pero su mirada hace foco en la construcción de un imaginario moderno, en cómo se produce sentido en la actualidad a través de los medios de comunicación, el espectáculo y el culto a la tecnología. La supremacía de las empresas Stark y la fascinación del público con su heredero, Tony/Iron Man descansa fuertemente sobre la idea de show de masas, como deja bien en claro el comienzo de la película cuando un carismático y altamente egocéntrico Tony Stark alecciona a su auditorio sobre los logros alcanzados por Iron Man y la importancia de sus acciones a la hora de fundar una paz internacional (o, lo que es casi lo mismo, acrecentar la superioridad militar y táctica estadounidense). Pocas películas de género demostraron una habilidad similar a la de Iron Man 2 para decir, tan frontal y lúcidamente, que en el presente la política se dirime en el campo de los medios masivos, y que el formato privilegiado tiende a ser cada vez más el del show, de espectáculo televisivo (es muy fácil trazar conexiones entre el dispositivo montado por Tony Stark y Showmatch). Que Tony, un personaje apasionado pero a la vez condicionado por la tecnología (necesita de un núcleo de energía incrustado en su cuerpo para seguir vivo), que ostenta sin ningún tipo de reparo su riqueza y su modo de vida (siguiendo con las conexiones, Ricardo Fort parece a veces – sobre todo durante sus performances en Showmatch- un fracasado aspirante a Tony Stark), sea aclamado masivamente y elevado casi a la categoría de nuevo mesías hi-tech, es solamente una dirección de crítica posible que propone Iron Man 2, ahora la segunda mejor película de superhéroes hasta la fecha.

Lo interesante de Iron Man 2 es que el comentario sobre la modernidad funciona de manera traslúcida pero no grosera, sin perder nunca de vista la historia. El Tony interpretado por Robert Downey es carismático, atrapante, y no podemos menos que acompañarlo en su lucha por encontrar un lugar en el mundo. Ese lugar es, desde la primera película, una zona inestable a la que no es fácil arribar: el equilibrio para Tony es una extraña mezcla de amor desenfrenado de sus seguidores y la construcción de un mundo mejor; contribuir al equilibrio planetario al mismo tiempo que recibe el crédito de la sociedad por hacerlo. Eso lo convierte en un personaje oscilante, de caras múltiples al que nunca llegamos a conocer del todo (de ahí también la fascinación que genera): detrás del Tony público, egocéntrico, sobrador y cautivante hay otro miserable, vacío, que no termina de hallarse a sí mismo. Casi en el medio de ambos surge otro, el que se pone el traje de Iron Man y se convierte en una persona plena, completa, con un objetivo definido y preciso. Por eso resulta tan perturbadora la escena en que Tony hace el ridículo bajo las ropas de Iron Man: ese es el momento de oscuridad más pronunciado del personaje, en el que lo vemos tocar fondo de la manera más terrible. Llamativamente, cuando el traje ya no puede salvarlo (como ocurría en la película anterior), Tony gana en densidad, se vuelve un personaje todavía más rico y cargado de contradicciones que debe enfrentarse a un mundo que le es hostil, y debe hacerlo como hombre y no como máquina.

Otro punto fuerte de la película de Favreau es el increíble despliegue visual que ensaya. Viendo a este Iron Man, reconstruido con pericia digitalmente en cada detalle, movimiento o brillo metálico, es inevitable pensar en el artificial y esponjoso Spiderman, que nunca acabó por ser un superhéroe corpóreo y creíble, del mismo mundo que el nuestro. Dudo de que vaya a encontrarme a Iron Man en alguna esquina de Floresta, pero al menos tengo la certeza de que su existencia en la pantalla es verosímil, y que, a pesar de que Favreau esté falseando la realidad, lo hace de manera creíble. Ese anclaje fuerte de Iron Man 2 en una suerte de algo que podríamos llamar, a falta de un nombre mejor, “realismo digital”, es lo que le confiere a las escenas de acción una potencia y una fuerza como nunca antes se habían visto en una película de superhéroes: el director apuesta a la velocidad y espectacularidad, y los combates de Iron Man, tanto como sus proezas solitarias (por ejemplo, el vuelo y aterrizaje en el escenario al principio de la película) devienen verdaderas hazañas cinematográficas en las que a veces es difícil saber qué está realmente delante de la cámara y qué no, gracias al cuidado puesto en el trabajo con los efectos digitales.

Aunque la gran virtud de Iron Man (las dos) probablemente sea el tono ameno y de comedia que proponen ambas películas. Si algo hace que el género de superhéroes sea pobre es su falta de predisposición para el humor y para reírse de sí mismo: en su gran mayoría, estos relatos ofrecen varios pasajes cómicos que están desperdigados por el guión para balancear la gravedad general que las aqueja el resto del tiempo. Por eso, Iron Man quizás sea la primera comedia de superhéroes, la película que rompa algunas de las peores constantes del género (que todavía es joven pero ya parece cristalizado, clausurado, como si llevara décadas de existencia) y le inyecte nueva vida. Pagar una entrada para ver Iron Man 2 es ir a ver una película de superhéroes, pero también es asistir a la consolidación definitiva del que probablemente sea uno de los comediantes más importantes del momento, Robert Downey. Batman, el caballero de la noche, la primera gran película de superhéroes de la historia, no era una comedia sino un oscuro fresco político y social, un retrato amargo de una época en que los sistemas que sostuvieron a la sociedad durante décadas parecen estar llegando a su fin (así lo deja en claro el Joker, un loco suelto que pone en jaque a toda una ciudad y sus bases morales de un día para el otro). Iron Man es la apertura del género a la comedia, a un tono más ligero que sin embargo es capaz de elaborar un discurso crítico sobre la modernidad, donde nunca falta espacio para el humor, ya sea sutil y ajustado o grosero y hasta ordinario (de nuevo, ver la escena de la fiesta en la que Tony se emborracha con el traje de Iron Man puesto). El cine de superhéroes ya tiene a sus primeros grandes baluartes, tenebroso uno, humorístico el otro: solamente queda ver si esas películas son las iniciadoras de una verdadera madurez genérica, o solamente un par de films extraordinarios que lograron escapar de la lógica chata que es marca registrada del género.