Invictus

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Invictus empieza como terminaba Río Místico: en aquella, una calle separaba a los personajes en dos veredas, de un lado estaba el asesino Jimmy Markum con los hermanos Savage a su lado, encarnación de la fuerza bruta y patoteril, con la bandera estadounidense en plano; enfrente, Celeste, víctima de la violencia dictatorial de Jimmy, que parece sola incluso en medio de la multitud. En Invictus, un camino de tierra separa a la población negra (contenida con alambres) de la blanca (protegida con rejas), los primeros juegan al fútbol, los otros al rugby. Por la ruta, como anunciando la futura reconciliación entre las dos partes, pasa el auto de Nelson Mandela, recién liberado de la cárcel de Robben Island después de casi treinta años de cautiverio. En ambos casos la metáfora es transparente pero potente, signo de un dominio del lenguaje del cine clásico del que pocos cineastas en la actualidad pueden hacer gala. Si en Río Místico el final resultaba un poco irritante no lo era por la evidencia del sentido del plano, sino porque esa escena constituía el corolario de una película por demás ampulosa y declamatoria. La cosa es distinta en Invictus: el comienzo opera como clave de lectura y marca de pertenencia a un cine, a un lenguaje, a una época. No estamos frente a un caso como el de Match Point y la pelota de tenis/anillo en que se invita al espectador a descifrar un sentido escondido que es fundamental para comprender la línea moral de la película, sino de algo muy distinto: la idea de Mandela como pacificador de una nación dividida es cristalina, funciona a un nivel puramente visual, en donde la belleza surge en la simpleza de la comparación. Por otra parte, la metáfora debe ser transparente y aprehendible para todo el público, esa es la base fundante del cine clásico, un arte dirigido a las masas, al gran público, y no a una minoría con aires de entendida, target más bien propio del cine de Woody Allen. Estamos avisados. La escena inicial de Invictus es una declaración de principios, una advertencia sobre lo que estamos a punto de ver: cine clásico, del bueno, diáfano y límpido, con un lenguaje metafórico que no entorpece sino que ayuda a la comprensión del lenguaje y a embellecer el mundo.

A poco de empezada la película, Eastwood se despacha con uno de los planos más bellos y conmovedores del año: Mandela se despierta en su casa presidencial, se levanta rápido y hace la cama. El plano es amplio, abarca casi toda la habitación, que es pequeña y de un amoblado sencillo: si la película no nos lo dice antes es imposible adivinar que esa es la habitación del presidente de Sudáfrica. La velocidad de Mandela para levantarse y la diligencia que muestra para acomodar la sábana (tarea algo impropia de un primer mandatario, podría pensarse) nos pintan por entero al personaje y su sentido de disciplina, humildad y esfuerzo (seguramente fruto de los años en Robben Island). A su vez, la corvatura de la espalda y la torpeza de los movimientos dejan entrever el desgaste de un cuerpo anciano que conoció pocas comodidades y lujos a lo largo de su vida. Finalmente, el encuadre claramente acentúa el vacío y la oscuridad de la habitación: sillas y sillones vacíos y un amplio espacio ordenado y sin muebles parecen estar contándonos de la soledad del personaje, amado profundamente por millones de sudafricanos pero rechazado por su familia. Como en el plano de las dos mitades, la belleza está en la simpleza de la construcción visual que con muy pocos recursos ofrece de manera cristalina una enorme cantidad de información: la economía y la claridad siempre fueron dos pilares del cine clásico, y dudo que en lo que queda del año (y eso que el 2010 recién empieza) tengamos la oportunidad de disfrutar de otro momento de una sofisticación y encanto parecidos en una sala de cine.

Después de películas como Río Místico, La conquista del honor, Cartas de Iwo Jima, Million Dolar Baby y Gran Torino, era evidente que Eastwood se estaba tornando un cineasta oscuro, amargado, con ocasionales pero breves espacios para el humor y la esperanza. En este sentido, Invictus es una película que nos disloca como espectadores de su obra, porque la adaptación del libro de John Carlin, El factor humano, es un film cálido y optimista como ningún otro que haya filmado antes. No hace falta meternos todavía con la historia para comprender la magnitud del cambio, porque la diferencia salta a la vista rápidamente en la paleta de la fotografía: todas las películas mencionadas eran nocturnas y estaban teñidas de un azul de penumbra (Million Dolar Baby y La conquista del honor) o de bien sus desenlaces, momentos de alta tensión donde estaba en juego la integridad de los personajes y de toda una película, ocurrían en medio de la noche más negra, signo del destino que les aguardaba a los protagonistas (Río Místico y Gran Torino). En cambio, Invictus ya arranca en pleno día, con mucho sol y mucho verde: incluso la tierra de la cancha de fútbol parece reflejar los rayos de luz. La noche (o la madrugada, para ser más exactos) está reservada para unas pocas escenas (dos o tres, apenas) en donde Mandela aparece colocado en un lugar vulnerable, ya físico o emocional. Los partidos de rugby transcurren siempre de día lo mismo que la mayoría de la escenas en interiores. Si las últimas películas de Eastwood venían siendo azules, Invictus pega un vuelco hacia un naranja cálido y luminoso, con espacios para marrones y grises que a través de trajes y la madera de los muebles nos hablan del mundo del trabajo y la rutina, una parte fundamental de la historia de Invictus.

Eastwood corrió un riesgo enorme adaptando el libro de Carlin, que parece que invitaba con facilidad a las frases ampulosas y a las enseñanzas de vida. En lugar de eso, el director de Los imperdonables muestra una vez más su habilidad a la hora de filmar diálogos que en manos de otro cineasta no habrían sido más que un rejunte de líneas grandilocuentes: en Eastwood el lenguaje de los personajes, sujetos históricos con la tarea nada fácil de cambiar el rumbo de un país como Sudáfrica y de llevar su mensaje al resto del mundo, se vuelve una parte integral de la sociedad que se está creando. Es efectivamente un tiempo de pensamientos y discusiones importantes, de charlas de café (o té), como la que entablan Mandela y Pienaar en la oficina presidencial, en los que se juega el destino de toda una nación y una ideología. Si los diálogos nunca devienen en moraleja esto es porque el guión siempre se mantiene dentro de los límites del relato: las frases de Mandela o Pienaar pertenecen al universo de la película, son hijas de un país y un tiempo cinematográficos y no pueden ser extrapoladas a nuestra actualidad. De hecho, tomando en cuenta la tendencia a la frase un poco altisonante del personaje de Mandela, podría decirse que Eastwood propone un acercamiento más cinematográfico que histórico: su Mandela es claramente un personaje de ficción, pura grandeza y magnanimidad difíciles de encontrar en el mundo de la política. Lo mismo puede decirse del François de Matt Damon, del que no sabemos prácticamente nada fuera de la familia o su trabajo como capitán de la selección de rugby: no le conocemos gustos, vicios, miedos o debilidades más allá del mundo del rugby. Hasta en los partidos, François nunca es la estrella sino uno más del equipo. El Pienaar de Damon es otra criatura puramente cinematográfica, hecha a base de gestos fílmicos (como el labio que se levanta o la voz afinada) y no de psicología.

Incluso cuando uno piensa que la película está equivocando el camino, buscando irritar o emocionar al espectador de alguna forma, Eastwood muestra de nuevo que su cine no está para esas cosas. El personaje del padre de François amenaza con convertirse, desde su primera aparición, en un acusado por la película: no sabemos con certeza si el señor Pienaar acordaba plenamente con el régimen anterior, pero sí que es uno de los tantos sudafricanos blancos de clase media/alta que ataca a Mandela mucho antes de empezar su gobierno. El papá de François es una enorme bola de prejuicios políticos y raciales que cree, como tantos otros sudafricanos, que el nuevo gobierno va a perseguir a los sectores disidentes: podría pensarse que el personaje es un estereotipo sencillo, fácilmente clasificable, que funciona como ejemplo de los enemigos políticos de Mandela. Pero a medida que pasan las escenas, papá Pienaar se revela ya no como un intolerante y racista sino lisa y llanamente como un pesado y exagerado, que no para de hacer chistes a su mujer o a su nuera o de hablar mal del presidente de la asociación de rugby (“contate los dedos después de darle la mano”, le dice a François). Mr. Pienaar pasa de ser un personaje que amagaba con buscar la indignación fácil del espectador a convertirse en un comic relief: si le tenemos paciencia, Eastwood no nos defrauda. Algo parecido ocurre con el final, cuando falta poco para que termine el partido de los Springbooks con los All Blacks. Varios planos con cámara lenta se suceden uno tras otro, del partido y del público, y por momentos pareciera que el director emplea ese recurso porque no sabe cómo dale un cierre potente a su película. La cámara lenta acentúa los movimientos de los jugadores, golpes, gestos de dolor y últimos esfuerzos (faltan pocos segundos para que acabe el partido), y la sensación es que Eastwood trastabilló, que no supo imprimirle a Invictus la tensión final necesaria sino a través de los ralenti prolongados. Pero el suspenso que crea la lentitud de la escena va en aumento y finalmente el director consigue su cometido: una pelota que gira en el aire hacia el campo rival concentra todo el suspenso imaginable; con esa pelota viajan todas las aspiraciones, metas y creencias de los personajes de Invictus, y entonces la cámara lenta se muestra un recurso válido y fundamental para construir la tensión. Vi la película dos veces en cine, y la segunda, sabiendo de antemano el resultado del partido, no pude evitar inclinarme hacia adelante y experimentar la misma ansiedad de la primera vez. De nuevo, la cámara lenta, que parecía un traspié de Eastwood, un desliz de último minuto, es en realidad la cumbre dramática de su película, unos instantes en los se les va la vida a los personajes y a nosotros y que se justifica solamente por la explosión de alegría y festejo posteriores (consecuencia directa de la acumulación dramática de los planos anteriores), probablemente los momentos más luminosos de toda la filmografía de Eastwood. Como si toda la película fuese un preludio para los abrazos, bailes y gritos del final.

Cuando pensábamos que Eastwood podría haber muerto con Walt Kowalski y Gran Torino, una obra decididamente terminal, el director nos regala una de las mejores películas del año, y parece decirnos que sigue en plena forma, con todas las ganas y la fuerza para seguir dándole al mundo los que quizás serán los últimos films genuinamente clásicos de la historia de cine.