Balada de un hombre común

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis) se sitúa en 1961, en Greenwich Village. El protagonista, Llewyn Davis, era el 50% de un dúo folk moderadamente (o poco) exitoso, y ahora como solista lo es aún menos. Perdedor multifacético, su vida carece de logros en casi cualquier aspecto. El mundo -la gente y las alineaciones cósmicas- no lo tratan bien, y cuando tiene un respiro, el propio Llewyn -cansado, gastado, harto- hace lo imposible por arruinarlo. Esta película de los ya veteranos hermanos Coen -pasaron 30 años desde Simplemente sangre- demuestra una vez más que las historias felices no son lo suyo.

Balada de un hombre común -lejos de los desastres huecos de Quémese después de leerse o El amor cuesta caro- es un relato plano, gris, de cielo plomizo. Y mayormente consistente, aunque débil en ese viaje a Chicago: en la ida John Goodman suma otra imprevista actuación desganada a su carrera, y a la vuelta la cadena de calamidades se les suelta a los Coen en términos de manipulación desgraciada e inverosímil. En Chicago, sin embargo, el encuentro con F. Murray Abraham es, por economía narrativa y por cómo resuena en toda la película, uno de los escasos momentos memorables, fuera de la planicie. Más allá de ese viaje, en Nueva York la película funciona como retrato de "uno de los que no fueron Bob Dylan" (ni Peter, Paul and Mary, ni Joan Baez, ni otros de los de éxitos), de ese momento de especial efervescencia en la escena folk. Y se relaciona con A Mighty Wind (2003), de Christopher Guest, que contaba temas y ambientes similares con más folk, más humor y más amplitud sin por ello negar el dolor y la nostalgia de los músicos que nunca fueron o que ya no eran.

A pesar de que los personajes del cine de los Coen padecen de vitalidad atenuada y parecen excusas móviles para exhibir mera eficacia autoral, el actor protagónico Oscar Isaac obra el milagro de hacer creíble a este músico desagradable y a la vez entrañable, y además canta muy bien. Y Carey Mulligan está feroz, tierna y convincente. Y hay un gato, especie que siempre sale perfecto en el cine. El personaje de Llewyn Davis se basa parcialmente en un músico fundamental de esos años como Dave Van Ronk (que no fue precisamente popular y fue aprovechado y eclipsado por Bob Dylan, un suertudo), y así quizá se suma un poco de nostalgia por lo que no fue (el hijo que le ocultan podría ser la metáfora total del personaje, pero los Coen también desestiman o al menos aplanan esa línea, no la dejan crecer). Pero el total suena a poco: poco se eleva, poco vibra, poco late, como si los Coen estuvieran cada vez más seguros del lugar que ocupan y dejaran poco espacio para la duda, para la vida, para lo inesperado, para algún fulgor en su cine.