Inmortales

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

No sé si existirán películas capaces de filmar una historia mitológica como lo hace Inmortales. Sí hubo, obviamente, relatos sobre mitos llevados al cine, pero esas películas contaban una historia sin preguntarse por los materiales de su tema. Inmortales se hace esa pregunta e intenta responderla: ¿cómo filmar a un dios como Zeus, qué forma puede utilizar el cine para hacer una película que incorpore lo mitológico no solo como tema sino también como expresión? Pero ya antes de que aparezcan los dioses, la película establece con claridad sus propios límites y fija un paisaje signado por el artificio y la estilización, como aclarando de antemano que esto no es un descenso del mito hasta el barro de un cine con aspiraciones realistas sino todo lo contrario: lo mitológico copa el relato y la puesta en escena. Ese fondo exagerado se percibe en las primeras escenas, cuando un horizonte animado digitalmente convive con una luz y unos colores imposibles que, para colmo, se despliegan en un espacio que tiene mucho de teatral, porque se nota rápido el desfase entre lo real de la escena y lo falso del decorado. En eso, Inmortales es pariente cercana de 300, en la que también se trabajaba con una porción de escena muy chica y el fondo (casi todo pantalla verde) se llenaba, como en el teatro, con un decorado (en estos casos, animado digitalmente).

Ya no es común que a una película se la acuse de ser teatral, en buena medida porque a esta altura es muy difícil salir a buscar (y sería todavía más difícil encontrarlo) algo parecido a una pureza cinematográfica, susceptible de ser contaminada por recursos provenientes de otros lenguajes. Lo que hay, más bien, son usos determinados de elementos que pueden servir para hacer cine (en Inmortales, teatrales pero también pictóricos con fuertes aires renacentistas, que se notan en muchas escenas pero sobre todo en el último plano de la batalla en el cielo). Con esa armazón que remite al universo de las tablas (y que contribuye a acentuar lo artificioso de la imagen en general), Inmortales hace cine partiendo de una premisa muy sencilla: crear un mundo que no pueda existir por fuera de la pantalla ni al interior de otros lenguajes. Para que ese mundo tenga una coherencia, es necesario proponer reglas y límites: por ejemplo, los dioses son increíblemente más rápidos y habilidosos que los humanos, pero cuando pelean contra otros de su misma especie (los titanes) el combate se empareja. A su vez, esa coherencia también está en cómo se concibe físicamente ese mundo: la velocidad de los dioses se muestra como un movimiento fugaz y borroso en medio de un ralenti que congela al resto de los personajes. En esa decisión formal, además de dar una expresión cinematográfica a la historia y sus protagonistas, se juega una decisión fundamental, y es que la película invita a que el público perciba ese mundo desde el punto de vista de un dios como los que protagonizan la historia (ya que los humanos del relato no captan la velocidad ni los detalles de sus movimientos). Entonces, no importa que subsistan restos importantes de lenguaje teatral, si la película, gracias a medios propios del cine, crea un mundo casi de la nada y nos permite sumergirnos en él viendo algo que antes ninguna película había tratado de mostrarnos.

En su apuesta por lo hiperbólico y en su desinterés por cualquier clase de realismo, el director indio Tarsem Singh funda un verosímil dentro del cual las hazañas y lo improbable se vuelven posibles. Se nota cuando se mata a algún personaje: la sangre, abundante y evidentemente falsa (como en en el Zatoichi de Kitano) sale de los cuerpos como una explosión. Ese nuevo verosímil, exagerado pero con altas dosis de belleza visual, soporta mejor la narración de una historia fantástica, a diferencia de un esperpento como Troya que, además de ser una mala película, pretendía trasladar un relato clásico a un nivel terrenal en clave realista. En este sentido, Inmortales no tiene miedo al ridículo porque elige creer en la magia antes que en algún tosco presupuesto realista. Esta vez el mito, antes que inscribirse en un universo parecido al nuestro, demanda que el cine encuentre una forma que le permita llevarnos hasta sus propios confines; no se trata de hacer descender a los dioses hasta nosotros sino de acercanos a ellos, imaginar cómo sería habitar otro mundo, con otras reglas y posibilidades. En ese desplazamiento, el cine oficia de camino y destino a la vez.