Imparable

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Cómo filmar acción sin descarrilar

El cartel “Basada en una historia real” suele ser preludio de una historia increíble, y ésta no es la excepción: Denzel Washington y Chris Pine deben detener un convoy de 800 metros cargado de sustancias tóxicas y lanzado a toda velocidad por Pensilvania.

“Denme un chico, una chica y una pistola y les daré una película”, canchereó alguna vez Jean–Luc Godard, en la conciencia de que, reducido a sus componentes más básicos, el cine puede seguir funcionando como en sus orígenes. “Denme un veterano, un joven inexperto y un tren”, podría parafrasear Tony Scott, que con esos tres elementos hace correr a Imparable. Scott contaba en verdad con un antecedente o prueba de ello. En Escape en tren (Runaway Train, 1985), un par de evadidos, una ingeniera ferroviaria y un tren sin frenos daban por resultado un par de horas de pura excitación. Seguramente el más confiable y consecuente artesano de acción del cine contemporáneo, para consumar su trabajo de relojero Mr. Scott requiere unos minutos menos que su antecesor, el ruso Andrei Konchalovsky. Y le suma un final que echa leña a ese clásico estadounidense que es el mito del héroe abnegado.

Ya sabemos qué quiere decir el cartel “Basada en una historia real”: que vamos a presenciar una historia increíble. La de un tren de 39 vagones y 800 metros de largo, que por varios errores humanos sucesivos sale disparado a través de Pensilvania, vacío, sin conductor y con la palanca de velocidad a tope. En caso de liberarse, la sustancia tóxica que carga en sus vagones podría dar por resultado un Chernobyl americano. Desde ya que las posibilidades de choque o descarrilamiento son altísimas, y que en su recorrido el convoy no va a atravesar una zona desértica, sino una densamente poblada. En su recorrido el tren deberá cruzarse, además, con varios otros que vienen por la misma vía. Incluida la vieja locomotora que manejan el viejo lobo ferroviario Frank Barnes (Denzel Washington, calvo para dar más viejo) y su exacta contracara, Will Colson, un chico a quien los contactos familiares le aseguraron la promoción (Chris Pine, almirante Kirk de la última Star Trek).

¿Hace falta aclarar que el peligro unirá para siempre a estos Tom y Jerry de la ferrovía? ¿Es necesario decir que serán ellos quienes frenen al bólido, con ingenio, agallas y buenas dosis de acrobacia? Está claro que los méritos de Imparable no residen en su guión. De modo semejante a Déjà vu (2006) y Rescate del metro 123 (primera película de Scott con trenes, de 2009), al espacio de las vías Scott suma el del centro de control y el de las oficinas de la compañía ferroviaria. En el primero de ellos manda la tercera heroína de la película: Connie, ingeniera a la que la siempre extraordinaria Rosario Dawson llena de la más creíble humanidad. En el segundo, lo más parecido a un villano con que cuenta Imparable: el dueño de la compañía (Kevin Dunn), que por interés económico se niega a detener el tren, poniendo en peligro a miles de posibles víctimas.

En sus comienzos, la artesanía de Mr. Scott era de carácter fotográfico, dando por resultado productos tan vacuos y esteticistas como El ansia (1983) o Días de trueno (1990). Progresivamente, el realizador de Top Gun fue derivando su vocación técnica hacia el arte del montaje, que desde los tiempos de Hombre en llamas (2004) domina con máxima pericia. Sentado a la isla de edición como tantos de sus protagonistas frente al centro de control, Scott cruza sin parar los diversos centros dramáticos, alternando sabiamente planos largos y cortos, variando duraciones, evitando excesos cliperos en los que antes solía caer y reforzando la dinámica visual con una cámara que se queda fija, titila o se lanza en travellings vertiginosos.

Puro savoir faire, el de Scott es un arte del manejo, con la isla de edición como palanca de cambios y la coordinación, sincronización y belleza kinética como mottos perpetuos. Cuando la técnica busca “humanizarse”, los engranajes lucen oxidados: una sucesión de finales apologéticos convierte a Imparable en su propia caricatura. Lustrosos y excitantes mecanismos de relojería, las películas de Scott son, mientras duran, perfectas maquinarias de la alegría, capaces de brindar momentos de belleza como ése en el que Colson lucha por enganchar dos vagones, en medio de una lluvia de cereales. Cuando alcanzan el último plano, estas máquinas se apagan y difícilmente vuelvan a encenderse en la memoria. No tienen sobrevida, son obra del instante.