Il nome del figlio

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Una cena entre amigos que deja paso a peleas, rencores y la revelación de secretos. La mayoría grita o sobreactúa el estereotipo que le tocó en suerte, ya sea el del intelectual en pose que exagera su compromiso político, o el del yuppie exitoso que ostenta su nuevo escalafón social. Por turnos, de manera sincronizada y previsible, el guion pone a cada uno en el lugar incómodo de tener que justificarse, dar explicaciones o aceptar críticas a su forma de ver el mundo. La película prueba suerte con un grotesco discreto que no llega a escandalizar, salvo tal vez en el caso de Simona, la escritora recientemente famosa y corta de ideas que asume sin demasiados complejos su propias limitaciones artísticas y cognitivas en general: no hay ninguna calidez para con ella, ninguna amabilidad. El relato parece armado como un reloj, no porque exhiba alguna especie de precisión, sino por la organización mecánica que deja ver el conjunto, sobre todo en la manera en la que se gestionan las relaciones entre uno y otro (alianzas, traiciones, reconciliaciones) tosca y rutinariamente. La inclusión de los flashbacks familiares son un misterio: no aportan nada y solo parecen cumplir el rol de separadores. Los temas de la cena no son otra cosa que un compendio de lugares comunes bienpensantes y cuestiones de actualidad, como el peso de Musollini y el fascismo en el presente de Italia o la pretendida decadencia de la cultura del país (que valora y premia un libro como el de Simona). En el medio, no faltan menciones políticamente correctas a la homosexualidad o al papel de la mujer en la sociedad contemporánea que la película trata de hacer pasar por polémicas sin demasiada suerte. Todo es pulcro y nítido y se presenta de manera ordenada (no sea cosa que el público no entienda bien a qué tipo social remite cada personaje), pero la directora igual exagera las puteadas, las cargadas y las referencias al sexo, como si con eso pudiera imprimirle algo de carnadura, de vida a sus personajes, hacer que respiren (por contraste, Un dios salvaje, la transposición de la obra de Yasmine Reza a cargo de Polanski, se revela ahora, incluso a pesar de su intrascendencia y grisura, un retrato verdaderamente negro de la clase media). La única del grupo que parece realmente viva es Betta, aunque no se sepa con seguridad si el logro es de la película o de Valeria Golino, que compone con mucha humanidad a una ama de casa que se desvive por atender a su familia relegando su carrera y hasta el ejercicio físico, al que reduce a breves microrutinas que realiza en sus trayectos entre la cocina y el living.

Se produce el nacimiento esperado y tanto la familia como el grupo de amigos se muestran unidos y dejando atrás sus diferencias. La película es tan tibia que ni siquiera se atreve a prolongar hasta el final la sátira del comienzo. Lo más parecido a un comentario explícito sobre la miseria de los personajes se nota en los momentos en los que el helicóptero de uno de los hijos de Betta, equipado con una cámara, observa desde el aire y en blanco y negro a los comensales: esos planos construyen una mirada ajena a los pequeños dramas que surgen durante la cena y develan una voluntad de entomólogo algo cruel. No es que haya demasiada sofisticación ahí, pero al menos se trata de momentos fugaces donde la directora se hace cargo de la escena y manifiesta una voz propia; el resto del tiempo, el asunto es menos interesante todavía.