Hombres de piel dura

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La zona

Debe haber pocos directores tan móviles como Campusano. Un poco como Rossellini, cuyo cine tuvo siempre la forma de un itinerario (que incluyó Roma, Alemania, la India, la corte francesa del siglo XVII, etc.), Campusano viaja y allí a donde va recorta un terreno que le es conocido solo a él. Su filmografía dibuja un trayecto que incluye distintas área del conurbano bonaerense pero también Bariloche, Puerto Madero o Acre, en Brasil. Hombres de piel dura es una película rural que encuentra en el campo las señas de un territorio particular: una comunidad rígida, predominantemente masculina, que pone en marcha mecanismos de regulación con el objetivo de reparar una falta. Se trata de la fragilidad de la justicia, viejo tema del western, un género que corre siempre silencioso por el cine del director; en Hombres de piel dura, una vez más, el centro lo ocupa la ejecución de la ley, pero ley en el sentido antropológico de la palabra, norma que nada sabe de regímenes legales modernos. Más bien: regla sostenida brutalmente por hombres que también la padecen.

El padre de Ariel es patrón de chacra y no puede lidiar con la sexualidad desatada del hijo: el chico es gay y amanerado, y como si fuera poco se acuesta con peones del lugar. Ariel parece haberse iniciado con Omar, un cura con el que tiene una relación que se interrumpe al comienzo del relato. Ese quiebre amoroso abre las dos principales líneas narrativas: despechado e inexperto, Ariel sale a buscar nuevos compañeros sexuales; Omar entra en una crisis de fe y habla largamente con un cura mayor condenado por abuso. Solo Campusano puede filmar los diálogos entre los dos religiosos con semejante aplomo y serenidad: la película no señala con el dedo, no se pelea con la Iglesia; en cambio, se aproxima con interés a un par de seres rotos que son movidos por pulsiones incontrolables. El cura más viejo cree que lo suyo puede ser una enfermedad y, así como él mismo fue abusado de chico por varias personas, se pregunta finalmente si sus violadores no habrán sufrido el mismo trastorno. El momento, de una fuerza y una incorrección impresionantes, no busca sentar una posición sobre el tema del abuso, sino capturar algo de la potencia cinematográfica que proveen esas criaturas y sus razones insondables.

Después de todo, los dos curas actúan dirigidos por los mismos resortes elementales que conducen a Ariel a coger con el primer peón que se le cruza, o al padre a visitar frecuentemente a una mujer pobre que prostituye alegremente a su hija menor de edad (“cómo te gusta la chiquita a vos, eh”, le grita antes de entregársela como si todo fuera un ritual cotidiano). En Hombres de piel dura no faltan los marginales que sobreviven en los bordes y en torno de los cuales se traza una zona de peligro, como sucede con el primo de la chica prostituida, que lleva a Ariel a una casa desvencijada habitada por una banda de lúmpenes. Ese grupo tiene su eco en los gays que se refugian en una casa abandonada y escapan así de las imposiciones del pueblo. Los chicos parecen vivir fuera de la sociedad, una especie de paraíso gobernado por una justicia hecha a medida, aunque igual de violenta que la otra: un obrero borracho hace pis en una pared, y con la pija afuera exige a los gritos que alguien le haga sexo oral; los chicos, guiados por su líder natural, lo atacan entre todos.

Los mundos delimitados por Campusano son esencialmente trágicos por la doble condición que los atraviesa: sus historias transcurren en comunidades rígidas que imponen a sus integrantes mandatos duros; los protagonistas quebrantan las reglas del lugar y sellan su destino. La moral vive en conflicto con la ley: el cura viejo pasea por el barrio y se somete de buen grado al escarnio público como si se tratara de alguna forma de expiación. Omar ve en su nuevo amigo y mentor el reflejo de lo que podría llegar a convertirse, pero después, al hablar con un nene que es devuelto por su familia adoptiva, el personaje se lo lleva inmediatamente a una habitación para violarlo. La escena es prodigiosa menos por el tema que por la visceralidad con la que se la filma: el cura no diseña una emboscada, ni siquiera tiene un plan, es más bien como si un impulso irrefrenable se apoderara de él y el hombre ya no fuera dueño de sus actos. Si pocos directores se atrevieron a una filmar un intento de violación infantil, Campusano agrega además un elemento perturbador: la observación de mecanismos atávicos que empujan a los protagonistas a saciar con desesperación los apetitos más terribles.