Hermia & Helena

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Variaciones y fugas.

El estilo de Piñeiro se ha venido afinando de modo que cada película es más refinada que la anterior. Hermia & Helena tiene una sofisticación a la altura del mejor cine actual.

Cuarta de las “shakespereadas” de Matías Piñeiro, la bilingüe Hermia & Helena, que transcurre entre Estados Unidos y Buenos Aires (ambas reconocibles, mediante señas de identidad que el realizador brinda con explicitez), es la primera en la que Piñeiro reconoce su condición últimamente binacional. Desde antes del estreno de la previa La princesa de Francia (2014), el realizador de Viola (2012) reside parte del año en Nueva York, la otra parte aquí. Aunque sea en forma temporaria, eso es lo que sucede con las protagonistas de Hermia & Helena. Que no son Hermia y Helena sino Carmen y Camila (nótese la trasposición, de los dos nombres con H de la obra de Shakespeare a los dos nombres con C de la película de Piñeiro). Hermia y Helena son, como se sabe, las chicas que en Sueño de una noche de verano caen bajo el influjo de los traviesos duendes del amor. Como les pasa a Carmen y Camila. Una vez más, como en los casos anteriores no se trata de que Hermia & Helena “esté basada en”, ni siquiera “inspirada en”, sino de algo mucho más moderno y, si se quiere, más jazzístico que eso: el ejercicio de una serie de variaciones, fugas y digresiones a partir de esa melodía original llamada Sueño de una noche de verano.

Separada en capítulos, Hermia & Helena está organizada en un presente y tres fugas hacia el pasado (que es el presente en el comienzo del relato, por una cuestión de facto de avance del tiempo). Los capítulos llevan en todos los casos los nombres de las dos personas que en ellos van a encontrarse, con la única excepción del último, en la que como el encuentro es grupal, el título también. Esos títulos están presentados en letra manuscrita, escritos con marcador en una tipografía casi infantil, lo mismo que el título de la película y una dedicatoria inicial a una actriz japonesa, sobre una primera imagen de un cerezo en flor, que bien podría ser la de un film de ese origen. En el cine de Piñeiro nada está librado al azar, todo tiene un marcado aire de deliberación, desde los cruces de personajes hasta la duración de cada plano, pasando por el estilo fotográfico (Fernando Lockett, cada vez más extraordinario), la música elegida (en este caso, Scott Joplin y Beethoven), los diálogos marcadamente escritos y medidos, algunas veces más “recitados” que otras, etc. De tal modo que en Hermia & Helena, todas esas inscripciones (la división en capítulos, que sus nombres correspondan a los nombres de los protagonistas, la letra manuscrita, el plano “japonés”) se imponen inevitablemente como signo de algo. ¿Lo son, en todos los casos, o a veces está ahí simplemente perche mi piace? Y si lo son, ¿contamos con el código para desencriptarlos?

Veamos. Carmen (María Villar, una infaltable del cine del autor) y Camila (Agustina Muñoz, otra abonnée) son amigas, o eso se supone. Carmen es cuentista; Camila, dramaturga. La primera viene de una residencia por una beca en Nueva York, y Camila la sucede. En la primera secuencia, Carmen invita a su tutor, Lukas (Keith Poulson, que actuó en Analizando a Philip y Queen of Earth, de Alex Ross Perry) a irse con ella a Buenos Aires. En la segunda, hablando con Camila, no hace referencia a ello y, en cambio, dice ser una mentirosa. En Estados Unidos Camila descubre cierta relación que Carmen había mantenido bajo cuatro llaves, se reencuentra con otra que a su vez ella mantuvo oculta (y que se devela en una de las secuencias en pasado, que no son flashbacks porque no corresponden al recuerdo de nadie), con el padre al que jamás conoció (y de cuya existencia informa otra de las secuencias en pasado) y cambia de amores con un capricho que deja a Mata Hari como una mártir de la monogamia.

El estilo de Piñeiro se ha venido afinando de película en película, de modo que cada una es más refinada que la anterior. Hermia & Helena tiene un grado de sofisticación formal que la pone a la altura de lo más alto del cine contemporáneo. Todo es exquisito, desde el modo en que la sucesión de imágenes de verano del comienzo (cerezo en flor-fundido encadenado a flores-fundido encadenado a postales de flores-fundido encadenado a mano que quema esas postales) se ve invertido por las imágenes de invierno hacia la mitad del metraje hasta la elipsis por la cual Carmen entra en el subte de Nueva York al final de la secuencia inicial y sale del subte B al comienzo de la siguiente secuencia. O esa escena, tan nouvelle vague, en que Camila le pregunta a su novio si siguió filmando, y en lugar de respuesta viene un corto entero en blanco y negro. O algunas intromisiones propias del cine experimental en medio de la narración.

El problema viene a la hora de desentrañar los signos. Algunos parecerían ser solo aparentes y estar allí por gusto, con lo cual el espectador puede llegar a embarcarse en un trabajo inútil si intenta hallarles más sentido del que tienen. El cerezo “japonés”, por ejemplo (que se suma a un cartel escrito en ideogramas). El par de planos aéreos, bellísimos, en los cuales la distancia no parecería decir demasiado. Las postales que se queman. Dos veces, para más datos. Unas con flores, la otra no. Otros signos son decididamente herméticos y pueden llegar a resultar ligeramente enervantes por el modo desafiante que tienen de serlo. Como la puerta que se cierra y se abre nada menos que seis veces, nada menos que al final de la película, sin que se sepa qué puerta es y que hace allí.