Heidi

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

La “A” es como una montaña.

Si hay algo que casi nadie esperaba era otra adaptación de Heidi, la archiconocida novela de Johanna Spyri, y lo singular del asunto es que esta nueva traslación realmente es muy buena, llegando a rankear en punta entre la infinidad de interpretaciones de la que podemos considerar como la historia por antonomasia de Suiza, en especial a ojos del mundo. El principal responsable de que aquí en el sur conozcamos los pormenores de las aventuras de la huérfana del título es el anime homónimo de 1974 dirigido por Isao Takahata y con contribuciones importantes de Hayao Miyazaki, aquellos míticos 52 episodios que fueron transmitidos por televisión en Latinoamérica desde fines de la década del 70 hasta entrados los 90. En esta oportunidad por suerte tenemos otra Heidi, una que se condice mucho más con el trabajo original de Spyri y con características que evitan limitarse a captar el público femenino o los adultos de corazón sensible, aunque siempre respetando la esencia libertaria y humanista que anida en todas las versiones de un relato que reconcilia campo y metrópoli.

Mientras que la nenita de la serie japonesa era un vendaval de emociones y entronizaba una concepción dinámica de la naturaleza, acorde con las posibilidades que abría la animación con respecto al live action de la época, hoy la protagonista de Heidi (2015) es una chiquilla enamorada del paisaje alpino y la vida trashumante asociada, sacando a relucir el hecho de que los afectos filiales nunca van de la mano con la hipocresía alrededor de la tutela de los pequeños, a quienes se los suele considerar meros objetos. En este sentido, basta con recordar que el primer capítulo empieza y termina con dos de los actos de crueldad más famosos de la literatura infantil: la trama comienza con Dete (Anna Schinz), la tía de Heidi (Anuk Steffen), abandonándola en el hogar de su Abuelo (Bruno Ganz), un ermitaño que vive aislado en los Alpes criando cabras; y el segmento finaliza cuando Dete se lleva a la niña para venderla a una familia de burgueses de Frankfurt, en Alemania, como “dama de compañía” de Klara (Isabelle Ottmann), una jovencita parapléjica confinada en su mansión.

El realizador Alain Gsponer y la guionista Petra Biondina Volpe esquivan lo que pudiese haber sido un “abordaje hollywoodense” en lo referido a la entonación del texto de base, circunstancia que en términos prácticos significa que no estamos ante un aggiornamiento de índole oportunista y bobalicón; como hubiese representado la introducción forzada de escenas de acción, chistecitos cancheros, secundarios inconducentes, CGI de apariencia símil polietileno y un sinfín de diálogos patéticos que apelasen a los espectadores pueriles del cine mainstream de nuestros días. Por el contrario, la película decide adoptar un punto de vista muy apegado al libro de Spyri, por un lado enfatizando la plenitud y los sinsabores de la niñez y por el otro complejizando a cada personaje en pos de mostrar distintas capas del susodicho según su contexto natural/ familiar/ social. La jugada sale muy bien porque aquí se reemplaza la iconografía religiosa de la novela (el regreso al redil sacro por parte del Abuelo) por una apertura afectiva más simple y eficaz (el compartir de nuevo su vida).

De hecho, el film saca provecho tanto del entrañable vínculo entre la pequeña y su Abuelo como del que une a la protagonista con Klara, logrando que en el primero se enriquezca el anciano y en el segundo la propia Heidi. Nada de esto sería posible sin el maravilloso trabajo de casting, sobre todo si pensamos en la adecuación del trío protagónico compuesto por Ganz, Steffen y Ottmann: cada uno aporta la dosis justa de efusividad a personajes que sufren y disfrutan casi en igual proporción y que además se ven complementados por clásicos infaltables como Peter (Quirin Agrippi), el pastor ciclotímico amigo de Heidi, y Rottenmeier (Katharina Schüttler), la temible ama de llaves de la mansión de la familia de Klara. Así las cosas, llama poderosamente la atención que se haya apostado por una lectura tradicionalista que privilegia los sentimientos, las actuaciones del elenco y la felicidad que pueden ofrecer la compañía del prójimo, la alfabetización y la belleza de las montañas, por sobre el cúmulo de artificios y poses de cotillón que hoy priman en la industria cultural…