Hasta el último hombre

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Loco un poco

Hasta el último hombre empieza en medio de una batalla. En cámara lenta, los planos muestran explosiones que se abren en varias direcciones y arrasan la tierra; los soldados son partidos en dos, desmembrados y eyectados por el impacto. Esas imágenes tienen una potencia inédita: la violencia de las explosiones no se parecen demasiado a nada que haya hecho el cine bélico antes, es algo nuevo que, junto a la coreografía de cuerpos voladores y de guerreros confundidos en el frenesí del combate, conforma un prólogo casi experimental, donde el cine se impone al tema de la guerra y lo informa libremente. Ese principio anuncia el tono de la película entera: Mel Gibson no es un narrador especialmente dotado, sino un director que sabe cómo imprimirle fuerza y vértigo a lo que filma, que piensa en términos cinematográficos y se preocupa poco por la consistencia del relato.

Como casi todas las historias filmadas por Mel Gibson, la de Hasta el último hombre trata sobre un fanático dispuesto a cualquier cosa con tal de preservar un ideario. La gesta del soldado Doss, que se une al ejército en plena Segunda Guerra Mundial negándose a tocar un arma, tiene ribetes ridículos y hasta un poco demenciales que le suman a la película el toque de locura típico del director. Unos flashbacks explican poco y mal un trauma que vendría a justificar la cruzada absurda del protagonista, como si a Gibson no le interesara eso de las justificaciones psicológicas y solo cumpliera de mala gana con una exigencia narrativa. Cuesta sentirse cercano a ese creyente ciego y la película no hace demasiado esfuerzo por resolver la cuestión, más bien parece que esa fuera su apuesta: contar la historia de un fiel enloquecido con el que es imposible identificarse.

La primera parte tiene los aires de un panfleto antimilitar: el ejército es presentado como una institución represiva que maltrata sin necesidad a sus miembros. Sin embargo, un soplo de comedia delirante oxigena la trama e instala un tono ambiguo que oscila entre el drama y el humor. El detonante frecuente de esa comedia algo retorcida es Vince Vaughn, que hace una parodia del jefe irascible que degrada a sus reclutas. Su primera aparición se resume en gritarle en la cara a varios miembros del escuadrón y ponerles apodos.

Esa ambivalencia se nota también en el desarrollo de los personajes, que el relato presenta como despreciables solo para volverlos queribles después, como ocurre con el personaje del padre, a cargo de Hugo Weaving (cada día más parecido a Sam Neill). Del borracho depresivo y golpeador del principio, se transforma sin escalas en un padre destrozado por el enrolamiento de sus hijos. La escena de la cena, cuando el hermano de Doss se despide de la familia, es de una crudeza extraordinaria: el padre cuenta entre lágrimas y con la boca llena de comida los detalles de la muerte de unos de sus amigos más queridos en la guerra, advirtiéndole al hijo el destino que seguramente le espera. El momento es visceral y toma distancia de las tradicionales despedidas en las que los soldados van al frente con el afecto y el respeto de la familia.

Ya en Okinawa, y tras haber obviado mucha información (nunca se cuenta cómo Doss recibe su entrenamiento de médico, o el viaje hacia la isla), la película se entrega plenamente a las convenciones del cine bélico contemporáneo: no hay heroísmos ni grandes diálogos, solo disparos, explosiones y bayonetas atravesando al enemigo, cada centímetro de terreno se mide en soldados reventados, el montaje y la banda de sonido son veloces y abruman. Después del avance japonés y la retirada estadounidense, se revela al fin la naturaleza del protagonista: un campesino sureño sin mucha educación consumido por su fe que cree que Dios le comunica la misión de salvar a la mayor cantidad posible de heridos. La película presenta al personaje casi como un Cristo que carga con la responsabilidad de salvar a los desdichados. La idea de llevar el peso de los otros es explícita y el director no duda en subrayarla: Doss baja a los heridos a través de una cuerda que sostiene con su propio cuerpo. El protagonista le pide una vez y otra vez a Dios que le permita salvar a alguien más como si estuviera en un trance: esa frase no es un leitmotiv que da cuenta de la fortaleza de la fe, sino el gesto obsesivo de un loco. Cuando cura a un japonés un túnel, el relato no sugiere un acto de humanismo, sino como una acción que se repite instintivamente, sin pensar, casi un reflejo muscular. Hasta el último hombre es una película sobre el fanatismo y Doss está lejos de ser el único que sigue un credo a cualquier precio: se ve en los japoneses que simulan rendirse solo para tratar de matar a algunos enemigos con granadas escondidas, y en un alto mando empeñado en obtener una muerte honorable mediante el ritual del seppuku mientras los restos de su tropa son diezmados por los americanos.

En algún punto de la trama, la película deja manifiesta su escaso interés en elaborar con cuidado el relato: lo de Mel Gibson no es la narración clásica, sino el retrato de escenas, es ahí donde la película brilla, lejos del arte de contar historias. Si el comienzo hace pensar en el lenguaje del cine clásico, con sus conflictos protípicos y sus formas de modelar el mundo (las costumbres, los códigos, pero también la luz, los espacios), lo que sigue despeja cualquier duda: Hasta el último se inscribe a sí misma en un linaje distinto, que tiene más en común con la desmesura de Apocalypto, La pasión y Corazón valiente, que con la contención de El hombre sin rostro, donde, a pesar de las diferencias, se contaba la historia de un nene algo desequilibrado que se obsesiona con la figura de un ermitaño convencido plenamente de sus ideas. El cine del Mel Gibson sigue los pasos de esos personajes excesivos, un poco delirantes, que desbordan los límites de los relatos clásicos.