Halloween: la noche final

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Se valora mucho las puertas abiertas por David Gordon Green en la nueva saga de Halloween. En su primera entrega, de 2018, vemos cómo reinventa a Michael Myers, entregando un slasher sólido, con una idea del personaje y de la franquicia que le hace honor al legado de John Carpenter.

En aquella película se plantean varios caminos para seguir. Uno de ellos es la cuestión del Mal como algo contagioso, que se transmite a través de la máscara del villano.

Las posibilidades que el director abre son más que bienvenidas: ahora el asesino puede ser cualquiera que se coloque la máscara. El otro aporte tiene que ver con el personaje de Jamie Lee Curtis, Laurie Strode, la exniñera perseguida que pasa a ser la perseguidora del enmascarado.

Sin embargo, en Halloween KiIls (2021) empiezan las malas decisiones, ya que la película coquetea con lo sobrenatural y con planteos que la alejan de la esencia del personaje de Carpenter. La película muestra las hilachas y su incapacidad para elegir un camino sin hacer tantos amagues experimentales.

En Halloween: La noche final, Gordon Green quiere hacer su Halloween III (1982), es decir, aquella entrega de la primera saga en la que no aparecen sus personajes principales, pero no se anima, o al menos no del todo.

En el prólogo está la clave que luego no se aprovecha. Corey (Rohan Campbell) es el joven de 21 años que va a cuidar a un niño en una casa de Haddonfield. De pronto, el niño desaparece. Corey lo empieza a buscar y queda encerrado en una habitación de la planta alta de la casa. Cuando abre la puerta de una patada, el niño se encuentra justo detrás y lo mata. Como se trata de un accidente, Corey queda libre.

Por otro lado, Allyson (Andi Matichak), la enfermera y nieta de Laurie, atiende a Corey cuando un grupo de jóvenes lo golpea. Así nace el romance entre ambos, hasta que por fin aparece Michael Myers como si fuera el payaso asesino de It. Aquí empiezan los enredos argumentales de Gordon Green, quien incursiona en un fallido juego de roles como si estuviera dirigiendo Scream, de Wes Craven.

Cuando el director hace esto, el espectador empieza a ser testigo de cómo descuartiza la saga. Pero el de Gordon Green no es un gesto punk, que patea el tablero para desarmar una leyenda y volver a armarla. El realizador la despedaza porque no sabe qué camino tomar ni qué hacer. Y tras probar muchas variantes, crucifica a Michael Myers y le hace su vía crucis (incompresible la referencia a Cristo).

Gordon Green agarra todos los pozos de la ruta del slasher sin dejar uno solo para la vuelta. A todas las puertas que abre las cierra de un portazo porque se da cuenta de que del otro lado no hay nada que no se haya hecho. Por ejemplo, cuando intenta hacer ese doble juego de personajes enmascarados se da cuenta de que se mete en el terreno de Scream, una saga que se cansó de pensar las posibilidades del género y de reflexionar sobre el mismo.

Hay gestos destructores que rompen una película o una saga para armarla de nuevo. Pero Gordon Green está lejos de ese tipo de demolición vanguardista. La trituradora a la que somete a su personaje principal (y a la saga) tiene que ver más con su falta de ideas para darle un cierre que esté a la altura del clásico de 1978.