Güelcom

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El tema de Güelcom es la falsedad. La voz en off que narra la historia pertenece a Leo, un psicólogo que se pasa toda la película tratando de desmantelar las mentiras de los otros, dentro y fuera del consultorio. En ese sentido es que funcionan las diez frases más usadas por los argentinos que se van del país: Leo las menciona con ironía y pone en ridículo a los que las utilizan. En semejante contexto, no es raro que el evento que une a todos los personajes sobre el final sea un “segundo casamiento” planificado para la pareja que contrajo matrimonio en España sin la presencia de sus amigos argentinos. El segundo casamiento es nada más y nada menos que una mentira, que lo tiene al protagonista haciendo de maestro de ceremonia y de cura al mismo tiempo, con un ritual igual al de la iglesia pero realizado al aire libre y respetando solo en parte sus formas. Algo parecido ocurre también con el paciente de Leo que aprende a tocar la guitarra de manera impecable de una sesión a otra, como si nada. El problema es que, de tanto que se mete en el barro de lo falso, la película termina ella misma replicando a sus personajes. Por ejemplo, las interpretaciones no resultan verosímiles nunca, como si los actores estuvieran haciendo algo por compromiso y en lo que no creen. Se nota en el timing y la entonación de los diálogos que resultan exagerados y sin ritmo, cuando directamente no están mal y molestan (ver al personaje de Peto Menahem gritando exitadísimo palabras como “follar”).

Para colmo, en medio de ese clima de falsedad general, surge cada vez con más evidencia algo desagradable: las mujeres son, la mayoría de las veces, las responsables de haber construido ese mundo hecho de pequeñas (y grandes) mentiras. Fuera de las escenas en las que las tres amigas se abrazan, cuentan cosas y hacen preguntas, donde ya se siente un aire de tilinguería importante, hay otros momentos donde las protagonistas femeninas participan activamente en la elaboración de un engaño. Pasa con Andi, que le miente a Javier, su marido, diciéndole que quiere un bebé y que no se está cuidando solamente para volver a tener sexo de manera frecuente y pasional. En una escena un poco asquerosa, Andi, orgullosa, le cuenta a Ana su artimaña, y las dos se matan de risa pensando en Javier. De paso, la primera escena de sexo entre Andi y Javier debe ser una de las más falsas de toda la historia del cine: en la cama, ella se le sube encima sin avisarle y, casi como por arte magia, ya están teniendo relaciones. La falsedad que la película aspiraba a denunciar con las diez frases o el trabajo de Leo termina por consumir la historia y convertir todo en ficticio, especialmente lo cercano a las mujeres y su comportamiento.

Alguien podría argumentar que esa visión misógina se debe a que el narrador es Leo, un resentido que se refugia en su trabajo. (Ya que estamos, algunas cosas del departamento de Leo tampoco son muy verosímiles, como la fotito de Freud en un portarretrato o el cuadro –bastante grande– de la mancha). Pero lo cierto es que, incluso con las intervenciones de la voz en off espetando las diez frases y las apariciones frente a cámara como narrador (muy pocas, esporádicas y nada funcionales), no se puede decir que el relato esté matizado por la mirada del personaje. Más bien pareciera lo contrario: Leo, incluso con sus apariciones, nunca termina por erigirse en el verdadero responsable de contar la historia, y por eso, tanto sus explicaciones hacia el público como la vuelta de tuerca del final (que se adivina a la legua) resultan torpes y forzadas, cuando no directamente innecesarias; la película podría prescindir de eso y nada cambiaría.

Uno tiene la sensación de estar viendo una película hecha a las apuradas y sin muchas ganas. Por si el quiebre de registro de las actuaciones no fuera suficiente, la puesta en escena intenta constantemente a construir emoción y simpatía recalando casi exclusivamente en las caras. El abuso del primer plano no hace más que acentuar todo lo que ya se percibía a la distancia: las actuaciones no resultan creíbles y los personajes son unos tilingos insoportables. Para terminar, y como si todo eso no alcanzara, Güelcom (hasta el título es una palabra que no existe) comete incluso un desliz mayor que todo lo dicho hasta ahora: hace que una de las mujeres más lindas de la Argentina como Eugenia Tobal aparezca construida de manera impostada, con un bronceado horrible, diciendo las peores grasadas posibles (algunas de las diez frases le pertenecen a Ana) y sobreactuando un personaje feo que no va con su perfil en ningún momento.