Good Time: Viviendo al límite

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Quimeras de la marginación

Uno de los elementos unificadores de la excelente Good Time: Viviendo al Límite (Good Time, 2017) es la desesperación del protagonista de la faena en cuestión, una excursión por las zonas menos amigables de New York a lo largo de un puñado de horas que abarcan principalmente la noche. La película, dirigida por los hermanos norteamericanos Josh Safdie y Benny Safdie, es un verdadero cóctel adrenalínico que sabe tensar la acción a través de un devenir suburbial de lo más inesperado y agresivo, en todo momento cargado de influencias cinematográficas muy claras: aquí desfilan detalles varios del Stanley Kubrick de Casta de Malditos (The Killing, 1956), el Sidney Lumet de Tarde de Perros (Dog Day Afternoon, 1975), el Martin Scorsese de Después de Hora (After Hours, 1985), el Tom Tykwer de Corre, Lola, Corre (Lola Rennt, 1998) y el Nicolas Winding Refn de la maravillosa trilogía compuesta por Pusher (1996), Pusher II (2004) y Pusher III (2005).

La propuesta comienza con una sesión de terapia, en la que Nick Nikas (el propio Benny Safdie) está siendo tratado por sus problemas mentales, que es interrumpida a los gritos por su hermano Connie (Robert Pattinson). La acción de golpe corta a los dos robando con máscaras 65.000 dólares de un banco, una operación que marcha bien hasta que en la huida -dentro de un auto- explota una bomba de polvo rojo escondida en la bolsa con el dinero. Los muchachos logran lavarse pero eventualmente son perseguidos por la policía y Nick termina detenido luego de estrellarse contra un ventanal. Con la angustia a cuestas, Connie utiliza el dinero del atraco para pagar la fianza no obstante le faltan 10.000 dólares porque muchos billetes están manchados. Después de recurrir infructuosamente a su novia Corey (Jennifer Jason Leigh), el protagonista decide buscar y sacar él mismo a su hermano cuando se entera que ha sido internado en un hospital por una paliza en una pelea con otros presos.

Mediante un prodigioso trabajo de cámaras, basado fundamentalmente en primeros planos continuos para los diálogos y tomas más amplias e hiperquinéticas para las persecuciones callejeras, los realizadores exprimen al máximo una idiosincrasia general sustentada en un encadenamiento casi pesadillesco de acontecimientos vinculados con las quimeras de progreso y “paz en familia” de los sectores marginados de la sociedad, para los que la delincuencia es la única salida viable en un sistema capitalista que se la pasa triturando expectativas. Es en esa serie de improvisaciones al paso -y muy inteligentes, por cierto- que encara Connie donde la película consigue destacarse por sobre cualquier opus criminal semejante porque el realismo sucio trabajado evita las poses cool tarantinescas y pone el énfasis en el hecho de que sabemos poco y nada del personaje central más allá de que su objetivo -rescatar a su hermano de las fauces omnipresentes del estado- lo es todo para él.

Entre luces de neón, planos tambaleantes, una catarata de puteadas, los imprevistos más triviales y una gloriosa banda sonora a cargo de Daniel Lopatin aka Oneohtrix Point Never, con una fuerte impronta de Tangerine Dream, Good Time: Viviendo al Límite demuestra ser una odisea indie old school cuya intensidad asimismo depende tanto del guión de Josh Safdie y Ronald Bronstein como de la interpretación de Pattinson: los primeros se valen de la inestabilidad de la realidad concreta que nos rodea y el pragmatismo en pos de sobrevivir (la escena del “semi estupro” es un claro ejemplo al respecto), y el segundo se alza con la mejor actuación a la fecha de su carrera, un trabajo que lo eleva a la cúspide de su profesión y lo termina de despegar definitivamente de esos comienzos como galancito adolescente (el desempeño del británico llega incluso a superar sus colaboraciones recientes con cineastas como David Cronenberg, Anton Corbijn, James Gray, David Michôd y Werner Herzog).

A decir verdad ya casi no se hacen películas para ser recordadas sino con vistas a sólo ser consumidas como cualquier otro producto del capitalismo actual destinado a oligofrénicos (sea en el ámbito del mercado tradicional o el de festivales internacionales), por lo que el film que nos ocupa logra brillar con la llama del viejo cine de género de autor, ese que hacía de sus muchas limitaciones su bandera con el fin de construir una experiencia lo más vehemente posible, sin los automatismos de la corrección política y la estupidez del querer caerle bien a cada bendito segmento de la comunidad. De hecho, el tono hipnótico de la obra -y esa exasperación a la que nos referíamos anteriormente- la emparenta con la extraordinaria Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), de Roman Polanski, otro representante de los thrillers que fagocitan a la indómita aleatoriedad suburbana para plantear un esquema narrativo cercano al tiempo real y los pormenores del saberse a la merced de extraños…