Godzilla

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Godzilla es una de esas catástrofes inexplicables en las que cada tanto incurre Hollywood, como si careciera de instancias de chequeo. Esta película incluso desaprovecha tener como punto de comparación la muy mala Godzilla, de Roland Emmerich (1998). Aun así, esta Godzilla de Gareth Edwards -que había hecho Monsters, intrigante ciencia ficción de 800.000 dólares de costo- es peor. Empieza con algunos detalles que prometen: un poco de estética de los cincuenta -de los orígenes cinematográficos japoneses de este monstruo- y luego unos planos de un helicóptero sobrevolando islas selváticas que nos recuerda el principio de Jurassic Park. Pero eso es todo: van sólo cinco minutos y quedan casi dos horas de ruido y balbuceo visual y genérico.

Empiezan, pronto, a fallar las actuaciones: Bryan Cranston, que solía ser confiable antes del éxito de Breaking Bad, aquí actúa con la intensidad de un actor con modos teatrales en una prueba televisiva, y tiene un pelo extrañísimo, que distrae. Lo peor, sin embargo, está por venir: el "muchachito" de la película no solamente es un personaje que a todas luces sobra, sino que probablemente el inglés Aaron Taylor-Johnson logre alguna especie de récord del desastre. El personaje sobra porque para que forme parte de la acción deben empujarlo las situaciones más absurdas y más inverosímiles a intervalos regulares, por ejemplo la del chico del tren del aeropuerto, de un nivel de arbitrariedad alarmante.

Sobre la actuación, algo clave: Taylor-Johnson pone al principio de cada escena la cara a la que tiene que arribar al término de ella. Es decir, ya pone cara de compungido antes de que aparezca el motivo para su reacción: actúa como si recalentara comida. La mayoría de los actores se contagian la torpeza. Hasta el japonés Ken Watanabe está ridículo: tampoco él puede con situaciones de un nivel de ramplonería y obviedad extremas, como la del reloj e Hiroshima. El siempre digno David Strathairn parece sentir vergüenza, quizá por eso tiene tantos planos de espaldas.

Todo esto podría jugarse por el lado de la parodia o la festividad del disparate, pero no, no hay aquí sentido del humor. Godzilla es una superproducción manejada por gente que cree que hacer una película con efectos especiales significa desentenderse de los actores, de la lógica, de que hay que contar algo que no recomience cada cinco minutos. En lugar de disimular información en la fluidez de la narración, se impide todo movimiento para que los personajes expliquen con cara de "me gustaría no decir esto, pero estoy obligado". Y no, no es suficiente un mensaje ecologista para hacer una película si ni siquiera se sabe filmar bien un tsunami -comparar con Más allá de la vida, de Eastwood-, porque se decide sacrificar la verosimilitud con puertas extraultrarresistentes para salvar a un personaje que apareció hace dos minutos.

Sí, al menos hay monstruos. Pero Godzilla aparece poco y hay unos bichos muy feos nombrados con una sigla. Pero no feos de que asustan, sino diseñados feos, como de Philippe Starck pero toscos, con el carisma de un broche de colgar la ropa, pero sin su utilidad. El grandote Godzilla, que podría haber salvado la película, está filmado de lejos la mayoría de las veces. Y cuando parece que habrá un poco de acción entre los monstruos y comienza la pelea, la cortan en cualquier lado y pasan a otra cosa que importa poco y nada porque los humanos de esta película son de cartón.

La música, grandota y ruidosa, quiere hacernos creer que nos importan algo los personajes o que tenemos algún deseo distinto del fin de este suplicio. Olvídense de Titanes del Pacífico, el glorioso cruce Japón-Hollywood de 2013, gran año de películas gigantes. Con Godzilla, la triste realidad de los tanques 2014 ha tocado su punto más bajo.