Fin de siglo

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

LAS VIDAS QUE IMAGINAMOS

Una tarde de verano en Barcelona. Ocho, argentino, poeta que vive en Nueva York, conoce a Javi, que vive en Berlín pero está visitando a sus padres. El encuentro inicia en la playa pero no prospera. Más tarde, Ocho ve a Javi desde el balcón, y como no conoce su nombre lo llama por la remera que tiene puesta. “¡Ey, Kiss!”, le grita. Después viene la intimidad, las charlas, el vino, el atardecer, hasta que Ocho comenta, con algo de pudor, que tiene la extraña sensación de que se conocen de antes. Y Javi, sin dudarlo, le dice que es verdad: que ya se habían conocido.

Así arranca Fin de siglo, la ópera prima de Lucio Castro, una historia de amor entre dos hombres que parece comenzar de manera convencional, para convertirse luego en un juego con el tiempo y el destino, que es a su vez una reflexión y una pregunta sobre las vidas posibles que se ganan o se pierden con cada decisión. Juan Barberini encarna a Ocho, un personaje al que el director nos introduce mediante silencios y la rutina clásica del turista aburrido, pero que va ganando espesura a medida que su experiencia se cruza con la de Javi, interpretado por el español Ramón Pujol. En las conversaciones que mantienen, salen a la luz las contradicciones de un entramado complejo como es el de las relaciones amorosas, donde se ponen en crisis las propias identidades, la sexualidad y los anhelos de cada uno.

Castro elige contar su historia a través de tres episodios que desafían el paso del tiempo, y es de ese modo que los actores interpretan a sus personajes en momentos separados por veinte años (o más, en el caso del tercer segmento), y su apariencia nunca varía. No hay envejecimiento porque quizás lo que vemos nunca pasó, pero el director plantea la duda y de manera acertada no da la respuesta. No sabemos si Ocho y Javi efectivamente se conocieron veinte años atrás, o si terminaron casados y tuvieron una hija, o si Ocho se imaginó todo mientras miraba desde el balcón a Javi, que se alejaba con una sonrisa. Lo que podría pasar por fantástico en el cambio de escenarios fluye de manera natural a través de un gesto, o de un acto mínimo como pisar un patito de goma, y sólo una leve desorientación por parte de Ocho hace temblar el verosímil.

Castro tampoco evita poner la cámara sobre el cuerpo de sus protagonistas y su intimidad, pero evade cualquier manipulación ausentando la música y los lugares comunes en este tipo de escenas. La película podría apuntar a la nostalgia o a la derrota, pero prefiere ubicarse en un lugar intermedio, agridulce, un espacio de oportunidades donde no todo está dicho. Tal vez la participación de Mía Maestro en el rol de Sonia no llega a encajar del todo en la propuesta, porque detiene el relato en una larga reflexión que, más allá de sus méritos interpretativos (más cercanos al teatro), termina por alejarse del tono general.

En suma, Fin de siglo es una película ágil (a pesar de cierta pose indie, de tomas largas con un personaje comiendo), que se permite reflexionar sin vocación aforística sobre el amor, la paternidad, la familia y también la amistad, con dos actores cuya química crece hasta volverse entrañable, y con un resultado final que, sin ser brillante, es atendible y no decepciona.