Familia sumergida

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Egresada como realizadora de la ENERC, directora de casting, fotógrafa y actriz de películas como La niña santa, de Lucrecia Martel (donde compartió elenco con Morán), Alché debuta en el largometraje (después de haber filmado valiosos cortos como Gulliver, Noelia e Invierno 3025) con este fascinante e inquietante trabajo que tuvo su première mundial en el Festival de Locarno y hace pocos días ganó la competencia Horizontes Latinos de San Sebastián. Morán ratifica su versatilidad con un trabajo muy distinto al de El amor menos pensado, Sueño Florianópolis y El Ángel.

En los cortometrajes de María Alché ya había atmósferas surrealistas, derivaciones fantásticas, situaciones del orden de lo metafísico: conflictos existenciales, elementos oníricos, viajes íntimos en los que por momentos se pierden las nociones de tiempo y espacio.

Familia sumergida comienza con una situación trágica (la muerte de Rina, la hermana de la protagonista), pero la apuesta sigue siendo netamente realista. Marcela (una omnipresente Mercedes Morán) no solo debe hacer el duelo sino enfrentarse a situaciones traumáticas como ir vaciando el departamento de la fallecida.

Marcela está casada con un hombre (Marcelo Subiotto) bastante ausente tanto en términos concretos (suele partir de viaje) como afectivos (es bastante frío) y tiene tres hijos entre adolescentes y veinteañeros (Laila Maltz, Ia Arteta y Federico Sack) con sus propios problemas sentimentales y estudiantiles. La dinámica en el hogar (un departamento algo pequeño para cinco habitantes) es bastante caótico, sobre todo cuando se rompe el lavarropas y luego descubren que el problema son los caños.

En medio de ese constante transitar -en el que se esboza cierto costumbrismo y algunos atisbos de humor absurdo (y asordinado) a-la-Martín Rejtman-, la cámara atenta de Alché empieza a concentrarse cada vez más en el personaje de Marcela, una mujer ensimismada, con la mirada muchas veces perdida, que intenta seguir con la vida familiar (regar las plantas, planchar una camisa, ayudar a su hijo quinceañero para un examen), pero sufre de arranques de angustia, se queda dormida y se percibe una cada vez más profunda insatisfacción. No conviene adelantar mucho más de lo que ocurre después de esa introducción, pero Marcela conocerá a Nacho (Esteban Bigliardi), amigo de una de sus hijas, y empezará a recibir visitas inesperadas, de otra dimensión (un vuelvo similar al de algunos de sus cortos).

Hay en Alché una búsqueda (una convicción) de captar la intimidad de su heroína y en cada plano hay una carga psicológica y una construcción visual (coreográfica) en ese sentido. No importa si Marcela está en segundo plano mientras el resto de los personajes se mueve: siempre pondremos los ojos en ella, en sus gestos, sus miradas, sus vacíos. En ese sentido, es particularmente elogiable el trabajo de iluminación (nunca ostentoso, pero sí muy expresivo) en colaboración con la francesa Hélène Louvart, directora de fotografía nada menos que de Mia Hansen-Løve (Maya), Alice Rohrwacher (Corpo celeste, Las maravillas, Lazzaro felice), Nicolas Klotz (Paria, La blessure, Low Life), Claire Denis (Vers Mathilde), Jacques Doillon (Le premier venu), Agnès Varda (Las playas de Agnès), Wim Wenders (Pina), Jaime Rosales (Petra) y Eliza Hittman (Beach Rats).

Mercedes Morán saca a relucir todas sus facetas, sus matices, sus diferentes registros para un personaje en plena crisis interna. Al contrario que en la reciente El amor menos pensado (donde se maneja con envidiable soltura para el diálogo filoso), aquí debe apelar a recursos mucho más introspectivos y sutiles. Ella es el motor y el corazón de una película por momentos inasible e indescifrable, pero que finalmente resulta tan entrañable como fascinante. Una ópera prima de una audacia y una madurez infrecuentes incluso en el ámbito de un cine argentino que siempre está dispuesto al riesgo.