Excursiones

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Cualquier aproximación artística sobre lo real, sea lo que fuere lo que este último vocablo signifique, conlleva una perspectiva de clase y generacional, una mirada pletórica de (pre)jucios inevitables y concepciones diversas, que se expresan en un lenguaje, en una indumentaria, en una relación con la música, el cuerpo, el ocio y el trabajo, como también en la construcción vincular, y revelan además cómo se posiciona un artista (aquí un cineasta) respecto del tiempo histórico en el que vive y elige, eventualmente, representar.

El prodigio de Excursiones, la tercera película de Ezequiel Acuña, es precisamente ofrecer un acabado retrato de clase y generacional, sin por esto excluir a quienes pueden no verse reflejados en la vida de los personajes del filme. La amistad y el paso del tiempo, por otra parte, son dos tópicos universales, y Excursiones, más allá de que se circunscribe a una “especie” (la clase media porteña casi treintañera asociada a las artes), posee la sensibilidad e inteligencia necesarias para sortear los peligros del ombliguismo y los intereses específicos de un grupo.

Retomando la vida de dos viejos personajes del corto Rocío (1999), Acuña sigue las instancias de un reencuentro, el de Martín y Marcos. El primero trabaja en una fábrica de golosinas, pero desea retomar un unipersonal teatral, algo que le entusiasma mucho más que vender dulces; el segundo es un reconocido guionista que además disfruta de hacer magia, y no tiene un proyecto en ciernes. La propuesta de Martín consiste en que su amigo lo ayude con la letra y puesta de su obra. “Está bueno”, dicen ambos, tanto por la obra como por volver a estar juntos.

Volver a verse y reinventar la amistad es para ambos personajes también medir y revisar lo que ya se ha sido respecto de aquello en lo que se han convertido, o constatar cómo el pasado constituye secretamente parte de su presente. La escena en donde “reviven” a un viejo amigo (a propósito de una discusión que se mantiene en un bosque después de la visita a un pedante y desequilibrado director de teatro) es ejemplar al respecto, y un pasaje en el que se puede apreciar la destreza formal del realizador (que elige destituir imperceptiblemente con un virtuoso plano circular la lógica del campo-contracampo con la que empieza el registro de la confrontación).

Que Excursiones esté rodada en blanco y negro le imprime al relato cierto tono de nostalgia, y es una elección a contramano de la convención dominante según la cual el pasado se representa sin colores y el presente se colorea, es lo que cuenta, es lo que prevalece: el emotivo plano final convalida la desobediencia. Otro acierto de Acuña pasa por cómo entiende la inserción de la música en su película, a cargo de la banda uruguaya La Foca, cuya función es dar sonoridad a cierto estado de ánimo general a través de pasajes que no tienen carácter dramático y ligan las escenas entre sí. En un sentido heterodoxo, es música de ambiente, y predispone a escuchar una manera de estar en el mundo. Y no se puede omitir la calidad dramática de todo el elenco.

Con Excursiones, Acuña abandona el fin de la adolescencia, tema central de sus dos primeras películas, y rastrea las primeras impresiones de la vida adulta, aunque subordinando su mirada a un grupo social reconocible. Su descripción de la subjetividad colectiva es sorprendente y precisa: el léxico devela una actitud; las acciones y decisiones de los personajes, una escala de valores. Son criaturas volátiles y ahistóricas, distanciadas ligeramente de la realidad que los rodea. Signos vivientes de un tiempo histórico en el que el arte es una cuestión de expresión personal.